Por: Vivi Osores
“Hostal Ventanas del Lago: Walker Martínez 409, Puerto Varas”. Nunca antes había necesitado más del autocorrector, pues mis temblorosas manos bailaban por toda la pantalla del celular, y en eso nada tenían que ver las sacudidas del carro de mi papá, donde iba sentada camino al aeropuerto.
Le escribía a Sandra, mi mejor amiga. A lo largo de 27 años de amistad, me había encontrado con ella muchas veces en diferentes lugares, pero nunca como esta. Esta vez nos encontraríamos en la Patagonia chilena.
Vivo en Lima, Perú, y hasta entonces solo había viajado en familia. Claro, había ido a Europa, pero qué fácil es cuando eres niña y tu única preocupación es que te alcance el maíz para las palomas. Fuera de eso, mi aventura más audaz e independiente, como alguien que empezaba a vivir sus primeros años en la adultez, era un viaje a Cusco de cuatro días con otra amiga del colegio.
Habiendo dicho eso, está claro que irme sola hasta Santiago de Chile, volar hasta Puerto Montt y luego tomar bus hasta Puerto Varas, era para mí definitivamente una aventura nivel El Hobbit.
Pues ahí estaba sentada en el avión, nerviosísima, mirando a los demás aviones estacionados en el Aeropuerto Jorge Chávez. Traté de contar estrellas, de identificar aerolíneas desconocidas y de hacer cualquier cosa que liberara mi ansiosa mente del miedo de estar lanzándome a hacer esto por primera vez. “La montaña rusa más empinada de todas” pensé, y es que así me sentía.
Seguro entiendes bien de qué hablo: esa emoción contenida, esa mezcla de miedo y adrenalina que sientes cuando llegas a la cima de la montaña rusa, en ese momento de silencio absoluto cuando el carrito se detiene… y ya sabes lo que viene.
El avión despegando.
Ya no había vuelta atrás, ya no te puedes bajar, pensaba mientras veía a mi cuidad hacerse chiquitita. En mi mente empezaron a brotar preguntas como popcorn ¿Qué pasa si Sandra no llega? ¿Si le cancelan el vuelo, si ya no puede venir? ¿Si se enferma? ¿Me voy sola el resto del viaje? ¿Me regreso? Entonces, unas palabras salvadoras llegaron a rescatarme.
-Señorita, ¿un vinito?
El elixir sanador llegó a mis manos gracias a un aeromozo simpático, cuya vocación de servicio debe haber lanzado una alerta al ver mi cara, detectando acertadamente la necesidad de alcohol.
Luego de 3 horas y algunas copitas más llegué al aeropuerto de Santiago. Si eres amante del chocolate, no hay mejor manera para endulzar 6 horas de escala que comiendo unos panqueques con Nutella, siempre milagrosa contra los nervios.
Al llegar a Puerto Montt sentí que soñaba. No podía creer lo espectaculares que eran los paisajes en esa parte del mundo llamada Patagonia. Y eso que aún no había visto nada.
Puerto Montt, un lugar donde en vez de aire se respira paz, donde las casitas -hermosas todas – se pintan con una capa de melancolía y calidez que no entenderás de dónde vienen pero que sentirás tan fuertes como si supieras cada secreto detrás de sus paredes. Me prometí que en algún momento de mi vida me mudaría a un lugar así.
“Señor, ¿a Puerto Varas?” La respuesta afirmativa del conductor del bus y su amable sonrisa me hicieron sentir como una local que regresa a casa.
Puerto Varas me recibió con un cielo gris. Bajé del bus y me encontré en un escenario que me pareció una joya. Pueblito puro: un grifo, un hotel rústico, construcciones de madera, gente abriendo sus paraguas, pocos vehículos, y toda la energía de un lugar lejano e inmerso, rodeado de naturaleza maravillosa, a miles de kilómetros de todo aquello que me resultaba familiar.
“¡Va a llover ah!” me dijo un señor que cruzaba la pista. No tenía ayuda del wifi, así que le pregunté por el hotel. Aún tenía que encontrarlo, pero ya para ese momento me había olvidado el miedo en el aeropuerto de Santiago.
Llegué al hotel y lo primero que hice al entrar a mi habitación fue mirar por la ventana. ¡Llegué, llegué, llegué! Me sentía la dueña del mundo. Esta es la distancia más larga que has recorrido sola, pensé. Entonces descubrí algo nuevo sobre mí: que tenía la capacidad de recorrer el mundo. Que era capaz de encontrar sola mi camino en esas infinitas posibilidades que están allá afuera.
Las horas avanzaron, llovió toda la tarde, y con la oscuridad de la noche percibí a lo lejos la llegada de una rubia, vestida como hippie, quien cargaba una mochila más grande que ella. Entonces supe que el viaje oficialmente había comenzado.
Al día siguiente, nuestra aventura empezó entre los árboles del Parque Nacional Vicente Pérez Rosales y los saltos del Río Petrohué. En estos arroyos espectaculares, las aguas fluyen en corrientes enérgicas que parecen de seda y se mezclan alrededor de un mundo construido por los mismos árboles, con sus ramas entrelazadas. Ve despacio, vas a descubrir paisajes que nunca imaginaste, aves de especies que no sabías que existían y tonos de verde que no conocías.
Después cruzamos el Lago Todos los Santos en catamarán y llegamos a Peulla, un valle tan inmenso como indescriptible. No dejes de montar caballo por los alrededores; Peulla es tan acogedor que te hará sentir parte de él desde que llegas, terminarás convencido de que en otra vida creciste en el campo.
Luego continuamos nuestra aventura en bus y nos despedimos de Chile, atravesando el paso Pérez Rosales, donde se cruza la frontera hacia Argentina. Seguimos en catamarán por el Lago Nahuel Huapi hasta Puerto Pañuelo, donde tomamos nuevamente el bus para llegar a Bariloche. Ahí me enamoré de la energía argentina, del acento de la gente en la calle y de los bordados en los troncos de los árboles.
Alquilamos un carro, y al ritmo de Mumford & Sons nos fuimos por la ruta de los 7 lagos. A partir de ahí, los paisajes se volverán tuyos con cada foto, pues créeme que vas a querer parar a cada momento para recoger e inmortalizar esos lugares en tu cámara y en tu corazón. Detente a tomar un café en Villa La Angostura, y luego no te vas a querer ir.
Sin embargo, al final del camino encontré un lugar que se robó una parte de mi alma: esa parte aún está ahí, en San Martín de los Andes. Escondido entre las montañas nos esperaba el pueblito de las historias: encontramos una historia en cada taza de chocolate caliente, en las casitas de madera mojadas por la lluvia, en el Lago Lácar, en el color de las hojas de los árboles y en la gente que deja sus ventanas abiertas y te saluda mientras toma desayuno.
No dejes de recorrer las calles en bicicleta, y más tarde, sal a caminar. Salimos sin rumbo, sin ver letreros, por donde el instinto nos llevó. Nos perdimos por las calles, y luego buscamos la ruta de vuelta al hotel, pero sin ayuda de la tecnología. Logramos llegar como a las 2 de la mañana y nos sentimos locales.
El viaje terminó por donde empezó, en Puerto Varas. Y, sin darnos cuenta, ya estábamos dándonos el abrazo de despedida.
Mi vida cambió después de ese viaje. Hoy, 7 años después, sigo agradecida con esa chica asustada que se atrevió a salir de su zona de confort. Llevo ese viaje en el corazón y también a la persona en quien me convertí gracias a él.
Viajar es descubrir rasgos de nosotros que no conocíamos. Es convertirte en tu mejor compañero, perderle el miedo al mundo y darte cuenta de que esa ansiedad que alguna vez tuviste por viajar solo se perdió para siempre en alguna parte del camino. A partir de ahí solo te queda regresar con una sonrisa, sabiendo que, de ahora en adelante, cada vino que tomes en el avión será únicamente por el placer de disfrutarlo.