Por: Ángel Prado
Italia es un país con el que tengo una conexión especial. Mi primer viaje al extranjero incluía como parte del itinerario visitar distintos puntos de esa estilizada bota dentro del continente europeo. A pesar de ello, aquel lejano encuentro sucedió en circunstancias muy distintas (en un tour, con un grupo de entusiastas turistas y siguiendo las indicaciones del programa previamente acordado). Sentí entonces que tenía una deuda con Roma. Por ello, estaba decidido a saldar lo que me debía y regresé, esta vez solo.
Lo primero que debo destacar es la zona donde me hospedaba, “Pigneto”, un barrio no atestado de turistas, si no más bien de gente local, y de inmigrantes asiáticos, especialmente personas provenientes de Bangladesh. El “Pigneto” es uno de esos lugares que te atrapa por ser un retrato italiano, pintoresco en sus calles y andadores, la zona ofrece atractivos bares y restaurantes con una propuesta gastronómica que va de lo tradicional, a la cocina de autor (recomiendo muchísimo el bar Necci dal 1924), del street art, a edificios que en su momento fueron escenarios para rodar películas del cine italiano posterior a la segunda posguerra.
Así fue como a lo largo de mi paso por aquella ciudad, generé una rutina. Salía del departamento por la mañana, pasaba por una cafetería (bar) por un té (desgraciadamente no puedo consumir café) y un sándwich, de pomodoro e mozzarella, o mi favorito, de prosciutto e formaggio, recibiendo siempre de quienes me atendían, su saludo con una sonrisa cálida y amable…ciao buongiorno!
Luego tomaba el metro (la línea C o verde) con dirección a San Giovanni, para de ahí cambiar a la Línea A (o naranja) con dirección a Battistini, a cualquiera de los puntos que tenía planeado para el día a día.
Durante el transcurso de mi estancia, viví distintas experiencias, estaba decidido a exprimir cada minuto allá. Aproveché para visitar el Vaticano. De igual forma recorrí y conocí desde las zonas turísticas hasta las que no lo son tanto, y aquellas en donde de plano, no se para ni un solo visitante, o tal vez, algunos despistados.
Así, pude adentrarme al barrio de Trastevere gracias a un workshop de fotografía, sin duda, una de las zonas más bonitas de toda Roma, misma que resguarda dentro del Templo de Santa María in Trastevere, un tesoro artístico impresionante. Pinturas que van del cristianismo ortodoxo al catolicismo, me dejaron sin palabras, callejones enmarcados por casas y edificios típicamente italianos, en donde los colores naranja o amarillo predominaban.
Tuve la oportunidad de visitar el barrio de Testaccio, ubicado cerca de una zona industrial para admirar el arte urbano que prolifera por sus calles, y que dan muestra de lo que artistas – anónimos o no – expresan a través de teñir con su creatividad, denuncias sociales, filosofía y su forma particular de percibir la vida.
Ese mismo día, acudí por la tarde a una manifestación pro derechos humanos, especialmente impulsada por personas migrantes, que exigían al gobierno, no restringir más sus derechos. Cartulinas, pancartas y mantas contenían frases como “No al racismo” o “no a la guerra, queremos libertad”, un grito que demandaba al gobierno italiano, respetar los derechos y libertades de las personas. Ver a nacionales y extranjeros unidos fue uno de esos momentos que me hicieron sentir más vivo que “nunca”.
Solamente pasé una tarde fuera de Roma, y fue con motivo de visitar el pueblo de Frascati, a escasos 20 minutos en tren, para degustar su vino artesanal y la maravillosa porchetta hecha en casa, conocer a la Nona del lugar y escuchar las anécdotas de los locales, sobre la figura y dulce representativo de ahí, la Pupazza frascatana (una mujer con tres pechos, dos para amamantar leche y uno para alimentar con vino).
Dejando fuera las actividades planeadas y visitas a museos, los últimos días los utilicé para deambular de manera libre.
Así, tuve uno de los momentos más especiales del viaje, y fue ver el atardecer desde la Terraza del Pincio, – magia pura – la naturaleza hablaba, se manifestaba y dejaba caer su agonizante luz sobre la Ciudad Eterna. “Necesito capturar todo”- me repetía una y otra vez- pero al mismo tiempo tomé conciencia del momento que vivía, tenía que disfrutarlo, tenía que atestiguar cómo se ocultaba el sol tras la Basílica de San Pedro, dejarme llevar, en ese momento, yo saldé mi deuda también.