Todos los seres humanos nos echamos gases. Es natural, parte del proceso digestivo. Según los médicos, tú que me estás leyendo, yo que estoy escribiendo y ellos que me dan el dato producimos medio litro de gas al día distribuido en un promedio de 14 flatulencias. Sí, todos nos pedorreamos. Hasta esas hermosas y esbeltas modelos de Victoria’s Secret se tiran todos los días sus buenos vientos intestinales y estoy seguro que de vez en cuando algunos bastante cegadores.
La cosa es que es una situación muy personal. Uno no anda por la vida regalándole flatos a los compañeros. Eso se hace en privado, en el baño o si ya eres muy avanzado con los amigos en plan de joda. Pero si estamos 60, 100 o 300 personas, desconocidos, en lugar pequeño, encerrado y sin ventilación natural, debería catalogarse como delito echarse gases provocando la alteración del orden público.
Ese es el caso de los aviones.
Ese lugar donde todos nos amontonamos en asientos donde apenas caben nuestros cuerpos y dónde además estamos rodeados de personas a una distancia mucho más corta de lo moralmente permitido. No podemos, repito, no podemos cometer semejante barbaridad como soltar gases.
Y el problema amigo lector, es que bajo la tela de la impunidad (pues además es difícil detectar el dueño del difunto) muchos viajeros con problemas intestinales andan repartiendo sus gracias a diestra y siniestra a sabiendas que no hay lugar a dónde huir.
Durante un vuelo de México a Guadalajara y había una señora a mi lado y no sólo me ha regaló su promedio diario sino mensual de flatulencias. Qué cosa señora! Déjeme decirle que su situación es grave. No sólo tiene usted el intestino podrido, muerto diría yo. Si no que además tiene usted un descaro digno de la política mexicana. Sin ningún asomo de pena volteaba su cuerpo para platicar con su compañero de asiento (asumo es su esposo y desde ya lo compadezco) apuntando su bazuca hacia mi persona obligándome a respirar sus profundos aires digestivos sin opción más que a darle el golpe.
Arcadas, coraje y desesperación sentía yo a cada momento. Ese vuelo de 60 minutos me pareció atravesar el atlántico con tan pobre calidad de aire. Dios la salvó de que el avión no tuviera en realidad como destino Narita porque ahí sí, yo mismo la llevo de la mano al baño y no la dejo salir hasta que haya vaciado su comida caduca.
Y perdóname querido lector el tono escatológico de este artículo, pero alguien tiene que levantar la voz antes de que los aviones se conviertan en depósitos de caca en polvo. Alguien tiene que decirle a la gente que no está en la sala de su casa, y que si de por sí el circulo vital de entrada ya está invadido, contaminar de esa forma es más que una falta de respeto.
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