Por: Tania Hope
¿Cuántas veces escuchamos los sueños de nuestros hijos? Y ¿Cuántas veces nos volvemos cómplices para que vayan por eso que tanto desean, aunque parezca una locura?
Un día decidimos escuchar a los sueños y salir a buscar eso que nos hacía latir más fuerte el corazón.
Fue así como comenzó esta historia…la historia de la aventura más maravillosa de nuestra vida.
Toti, mi hijo, desde los siete años soñaba con conocer a los pingüinos de la Patagonia. Y yo, madre soltera, trabajaba todo el día mientras veía con tristeza la manera en que mi hijo iba perdiendo su interés por descubrir el mundo, conformándose con vivir a través de una pantalla.
Fue así como de día y de noche, soñando despierta, empecé a planear la locura más fascinante que se me pudo haber ocurrido.
Queríamos que fuera de una manera especial, que se convirtiera en un viaje inolvidable que despertara en mi hijo -y también en mí- la curiosidad de descubrir el planeta en el que vivimos.
¡Lo haríamos en bicicleta!
Para mí, la bicicleta es el mejor vehículo que existe y hacerlo en ella me parecía el viaje perfecto.
No solo porque es ecológico y económico, sino porque la satisfacción que tendríamos al concluirlo, sería directamente proporcional al esfuerzo que nos requeriría.
El viaje comenzó 3 años antes de salir, pues tenía que prepararlo todo, quería que saliera a la perfección.
Durante ese tiempo me dediqué a comprar el equipo de camping, alforjas y ropa necesaria para los distintos climas.
Hablé con cuanta familia cicloviajera me aparecía en las redes, porque obviamente tenía mil dudas y quería saberlo todo. Pero lamentablemente ninguna familia llevaba a sus hijos pedaleando sus propias bicis, así que no me pudieron contestar mis dudas.
Ahí nos enteramos que Toti sería el primer niño mexicano en realizar un viaje de esa magnitud, lo que convirtió el desafío en algo aún más grande.
Al viajar en bicicleta el único gasto que tendríamos sería en nuestra propia gasolina (comida), y tampoco gastaríamos en hospedaje porque acamparíamos, lo que hace mucho más entretenido e interesante cualquier viaje.
Salimos únicamente con mil dólares para usar en caso de emergencia y me encomendé a la vida para que nunca nos pasara nada.
Además de los pocos ahorros, llevaría también mi equipo de tatuaje para generar ingresos durante el trayecto.
Dos semanas antes de salir compré las bicicletas, queríamos llevar unas bicicletas sencillas, para poderlas reparar nosotros mismos y, sobretodo, para que no llamaran la atención y no correr riesgos de robos.
Nuestro único seguro de viajeros era un mini curso de primeros auxilios y una clase de mecánica básica donde aprendimos a parchar y cambiar frenos.
Tampoco éramos expertos en acampada, pero ya nada nos preocupaba, estábamos convencidos de que aprenderíamos todo en el camino.
No todo fue color de rosa; cuando se enteró la familia del viaje que haríamos, ¡todos pegaron el grito en el cielo!
“¿Cómo una mujer se iría sola en bicicleta con su hijo de 12 años tan lejos? ¡Una locura!”, escuché a varios decir.
Atravesaríamos lugares de muchos conflictos como zonas de narcotráfico en México, la Mara en Centroamérica y las guerrillas en Colombia.
Sin dejarnos afectar demasiado por los comentarios, seguimos con nuestro plan.
Honestamente, nunca pensé en el peligro, sabía que nos iría super bien. A veces me cuesta explicar esa intuición y suena a misticismo, pero simplemente en mi interior sabía que lo lograríamos sin mayores percances.
¡Era el plan perfecto!
Quería enseñarle a mi hijo que cualquier sueño que tenga, por más loco que parezca, lo puede cumplir si se esfuerza por conseguirlo.
Y así empezó Hopetrip, un equipo de madre e hijo, cicloviajeros inexpertos, ansiosos por comprobar que el planeta está lleno de gente maravillosa, de que los sueños son para cumplirlos y que no necesitamos nada más que voluntad y determinación para poder hacer lo que deseamos.
Pedaleamos durante 480 días más de 20,000 kilómetros, pasando por 9 países y todo tipo de paisajes, climas y costumbres. Enfrentando pruebas complicadas que nos hicieron sacar lo mejor de nosotros. Como cuando se me descompuso la bicicleta en un desierto al norte de Chile y tuvimos que caminar 200 km empujando los 60kg de la bici cargada hasta el tope de equipaje.
Llevábamos comida suficiente para 6 días y tardamos 20 días en salir de ahí. En ese momento la vida nos mostró que si haces las cosas desde el corazón, todo el Universo conspira a tu favor para rescatarte y no dejarte flaquear.
Fueron 20 días caminando sobre suelos arenosos, donde el calor del día y las heladas de las noches nos tenían agotados y donde a pesar del hambre tuvimos que racionar la comida y el agua para intentar salir vivos de aquel lugar.
Y como si fuera poco, al tercer día de haber entrado a ese inhóspito lugar, sufrí un ataque de pánico al sentirme perdida en la aridez de aquel paisaje; un reto nada fácil para una mamá y su hijo de 13 años.
Fue uno de los momentos más difíciles que vivimos durante el viaje, pero definitivamente fue el que más nos marcó y nos transformó.
Vivimos aventuras de todo tipo; cada uno de los 480 días que pasamos sobre nuestras bicicletas nos sorprendió.
No solo pedaleamos por paisajes extraordinarios, sino que lo más maravilloso del viaje fue que tuvimos el privilegio de conocer personas que en su precariedad económica nunca dudaron en brindarnos una mano.
También aprendimos a responder ante situaciones muy distintas y esto me permitió enseñarle a mi hijo lo que siempre quise.
Pues para mí, lo más importante era que él descubriera su capacidad para recibir la vida con buena actitud y que tuviera las herramientas necesarias para afrontar cualquier situación que se le presente.
Recuerdo ese penúltimo día, estábamos agotados, los últimos 2,000 km los habíamos pedaleado a marchas forzadas, habíamos dejado el corazón y el alma en ese tramo, nos preocupaba que se venía el invierno y una vez empezadas las nevadas en la Patagonia difícilmente podríamos concluir el viaje. Una mezcla de emoción y tristeza nos inundaban, miré cada detalle de ese último tramo, no quería olvidarlo jamás, incluso recuerdo el olor a glaciar tan característico del sur.
Últimos metros, una curva y, de pronto, frente a nuestros ojos, el gran letrero de Ushuaia, ¡no lo podíamos creer!
Contra todo pronóstico lo habíamos logrado, habíamos pedaleado durante casi un año y medio y por fin Toti vería a sus pingüinos, ¡el viaje había valido la pena completamente!
Hoy nos damos cuenta que este viaje no solo nos transformó a nosotros, sino que tocó muchos corazones. ¡Hemos servido de motivación para que muchas otras personas realicen sus sueños y eso no tiene precio!