Por: Manu Espinosa
Cementerio General de Mérida. 7 de la noche.
Un cálido atardecer de nubes rosas contrastaba con el frío gris de las lápidas y de las casas mortuorias. Entre las hojas de los árboles, corría un ligero viento que al filtrarse entre las ramas generaba un silbido tétrico que te ponía la carne de gallina. Cualquier movimiento o sonido inesperados eran atribuibles a un fantasma, más que a los fenómenos mundanos de la naturaleza.
Después nos tranquilizamos porque escuchamos el bullicio y las risas de la gente que comenzaba a llegar al panteón, notablemente más atareado que en un día cualquiera del resto del año.
El motivo era anunciar el inicio del “Hanal Pixán”, una tradición maya basada en el festín de la muerte, cuando nuestros queridos difuntos vuelven del Más Allá, con permiso de las autoridades espirituales pertinentes, a comer y beber lo que más les deleitaba en vida.
A los costados de la vía fúnebre había puestos de flores de colores muy vivos, tan irónico en estas épocas de tanto muerto: las “xpujuc” amarillas, las “xtés” rojas, y las virginias lilas, que irían a terminar en los empolvados floreros de mármol de las tumbas comunales, o sobre los originales altares personales, en las casas de sus parientes, junto a algún retrato enmarcado forrado de papel maché.
A las 8.30 pm dio inicio el Paseo de las Ánimas.
Al frente se encontraba un títere colosal de varios metros de altura que comandaba al ejército de la muerte: cientos de almas listas para una procesión de poco más de dos kilómetros, desde el Cementerio General hasta el Barrio de San Juan.
La noche se iluminó con las veladoras que empuñaban entre sus manos aquellos espíritus, que solo por un par de días andarían disfrutando de la fiesta, y no deambulando en pena.
Frente a nosotros circulaban aquellos cientos de calaveras y catrinas, mexicanos, extranjeros, niños, sus padres y sus abuelos. La etiqueta de la noche era de guayaberas y pantalones de lino, o vestidos bordados con sombreros planos, chales largos y chongos floridos.
En sus rostros nostálgicos, pintura blanca y negra, unos tan flacos como la muerte misma, y otros algo más frondosos, que en lugar de calaveras parecían osos panda capaces de devorarse, de un solo bocado, todas las ofrendas.
La música tradicional y los bailes no podían faltar. Las mismas catrinas ondeaban sus faldas sobre las tarimas, y sus zapateados eran ecos de fiesta y algarabía que resonaban contra las paredes de las viejas casas aledañas. Todo era felicidad, no había cupo, ni aquí ni allá, para la melancolía o la tristeza.
Los festejos duraron, como una letanía, hasta que los vivos terminaron muertos, y los muertos terminaron más vivos que nunca.
Así concluyó la primera jornada del “Hanal Pisan”, que como otros festejos prehispánicos relativos al día de muertos, son tradiciones esencialmente mexicanas que han logrado mantenerse a pesar de ir en contra de los principios impositivos de la religión católica.
Y qué importa si la mitología ancestral es bastante inverosímil para nuestros estándares contemporáneos; al final, estos mitos siempre logran generar un desborde maravilloso de colores, sonidos, sabores, sensaciones, olores y sentimientos; no nos queda más que admitirlo: ¡Que vivan lo muertos!
4.5
5