Por: Alejandra Olguín
«Desde hoy, esta canción tendrá un nuevo significado para todos los que estamos aquí», fue lo que Daniel me dijo mientras Jay Murray interpretaba un cover de «In My Life» de The Beatles en The Cavern. Desde el verano de 2017, cada vez que escucho esa canción, no puedo evitar pensar en esa noche en el número 10 de la calle Matthew en Liverpool; recuerdo a Douglas abrazándome, el sonido de las pintas y las copas chocando, recuerdo voltear a mi alrededor y escucharnos a todos cantando lo más fuerte que pudimos para acompañar a Jay. Daniel tenía razón.
Existe un romance entre la música y los viajes. Tal vez preparaste una lista de reproducción para viajar por carretera, o recuerdas una canción que escuchaste por primera vez mientras caminabas por la calle de Cuchilleros en Madrid («Dibujas», de Dani Martin, para mí), o esa canción en un idioma que no entiendes, pero que alguien que conociste en Colombia te envió para asegurarse de que no lo olvidaras cuando cada uno regresara a su país. La música aviva los recuerdos como pocas cosas pueden lograrlo.
La música siempre está ahí y hace que nuestros viajes sean más significativos, pero planear un viaje para asistir a un concierto —o a un club legendario como The Cavern—, es un nuevo nivel de felicidad cuando la música forma parte tan importante de tu vida, como me pasa a mí.
La primera vez que tuve la oportunidad de cruzar el Atlántico, descubrí que pasaba la mayor parte de mi tiempo buscando clubes de música o de pie frente a músicos que convertían las calles en escenarios, y que muchas de mis historias de regreso a casa comenzaban con: «Estaba en este club…».
Pronto comencé a planear viajes que me conectaran con conciertos: una mañana de marzo descubrí Praga mientras esperaba la presentación de Jason Mraz en el Foro Karlín; una noche me vi rodeada de un montón de europeos altos frente al escenario de KISS en Brno, mi 1.60 de altura no me impedía cantar lo más fuerte que podía y disfrutar de todo, hasta que sentí que alguien me tomó por los tobillos y me cargó sobre sus hombros para que pudiera ver —por fin— a mi banda favorita (¡Gracias, extraño!). Y en mi viaje más reciente, poco antes de la pandemia, modifiqué mi itinerario para asegurarme de estar en el concierto de Sigrid en Bruselas. Hay algo especial, incluso mágico, en escuchar tus canciones favoritas en vivo mientras estás de viaje, es tejer una conexión todavía más fuerte con el lugar que visitas.
La música me ha llevado a lugares muy especiales, especialmente cuando se trata de la escena local y de conocer y crear increíbles recuerdos con personas maravillosas.
En Oslo, Julius me llevó a Blå, un vibrante club de música a las orillas del río Akerselva; cada vez que escucho «Pills (Rock ‘n Roll Nurse)», pienso en esas noches sin dormir en Noruega.
¿Batallas de rap acompañadas del mejor fish and chips? El lugar perfecto es Chip Shop, en Brixton, Londres. Después de una tarde de patinaje sobre hielo frente al Museo de Historia Nacional, Jake me invitó a este club donde terminamos arriba de las mesas animados por el ambiente que pronto nos envolvió.
En O’Connors, el famoso pub de Galway, Irlanda, me encontré bailando —o intentando torpemente bailar— música irlandesa con un grupo de extraños que pronto se convirtieron en amigos y con quienes canté una y otra vez «Drunken Sailor» a las 4 de la mañana en el Long Walk.
Ya sea en nuestras listas de reproducción, un artista en la calle, pequeños clubes, el concierto de un artista internacional o festivales enormes, la música siempre acompaña nuestros viajes y nutre nuestros recuerdos cuando regresamos a casa. ¿Cuál es el sonido de tu camino?