La puerta de mi departamento en la Ciudad de México abre con una de esas llaves grandes y extrañas en forma de T, siento que es lo más cercano a los cerrojos de las cajas fuertes de los bancos. Además de esa moderna cerradura hay otras dos de distintos tipos por debajo de la anterior. Esto hace que el ritual de llegar a casa sea como abrir un baúl de posesiones valiosas o, visto desde otra forma no tan positiva, abrir la puerta de mi celda citadina en una urbe famosa en el mundo por sus niveles de delincuencia.
Después de casi tres meses, repito el ritual de introducir la llave en forma de T para entrar a ese pedacito de concreto al que llamo hogar. Mis zapatos desgastados dan un paso hacia la estancia, sus suelas contienen partículas de polvo de Moscú, tierra de la estepa mongola, lluvia seca de Taipei y fragmentos de nostalgia acumulada en la goma de un zapato. Parece que me fui un año.
Coloco mi pesada mochila sobre una cama aburrida y abandonada que hasta parece quejarse por el peso. Para mí este es el momento real donde termina un viaje. Desempacar. Abro los cierres de la causante de mis contracturas y saco poco a poco los recuerdos, bienvenidos a casa.
Mi mochila contiene objetos muy diferentes a los que empaqué originalmente. No soy amante de comprar recuerdos pero algunas veces algo se me pega. Un par de imanes para el refrigerador (sé que es muy naco, pero me gusta tener uno de cada país que visito) 5 libros nuevos, un abanico que me regalaron en el hotel Mandarin Oriental y pequeños objetos regalos de otros viajeros o gente que conocí en el viaje.
La ropa, en su mayoría sucia, va directo a la lavadora en donde vivirá más de un ciclo. No todas las prendas con las que me fui lograron regresar a casa. En el camino tuve que despedirme de un pantalón que se rasgó mientras bajaba unas piedras gigantes en Mongolia, unos shorts que dejaron de servir al romperse mientras corría para tomar una foto en Taipei y varias playeras que con el uso y el roce con la mochila pasaron a formar parte de la familia de los trapos.
Los tenis que me compré en Moscú están listos para irse a la basura, de hecho viajaron a México por cuestiones meramente nostálgicas.
Desempaco casi como un ritual religioso. Todos estos objetos fueron mi vida durante tres meses. Recorrieron miles de kilómetros junto conmigo y algunos de ellos, los más pesados, los odié en los días más largos y calurosos.
La mochila se queda vacía, como una puerta abierta a la siguiente aventura en donde volveré a poner mi vida sobre mi espalda para llegar a donde nos lleve el viento.
Los objetos son solo eso, objetos. Es la carne lo que realmente se transforma y los viajes son la forma más placentera de desgastar nuestro vehículo vivo.
Volví y estoy listo para irme de nuevo, qué maravilla es poder regresar para darte cuenta lo mucho que un viaje te cambia. Es allí en lo familiar que lo extraordinario brilla.
Tomo un respiro y avanzo al goce de lo cotidiano, de lo conocido y busco en ello la placentera sensación de eso que llamamos hogar. Ese lugar donde sentimos que todo está bajo control, y no puedo esperar a replicar esa sensación pero a miles de kilómetros de distancia.
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