Por: @angelica_atb
La primera vez que escuché la expresión “Por ti, llegaría hasta el Fin del Mundo” imaginé que éste era un lugar inhóspito y tenebroso. Pensé en los grandes obstáculos que algún valiente enamorado tendría que esquivar con tal de conseguir el corazón de su amada. Pasaron muchos años antes de comprobar que el Fin del Mundo es en realidad la ciudad de Ushuaia, un pedacito de cielo al sur de Argentina.
Ubicada en la Patagonia gaucha, Ushuaia es la capital de la Provincia de Tierra del Fuego y una de las ciudades más australes del planeta, de ahí su título como ciudad “Fin del Mundo”. Al norte la salvaguarda el Cerro Martial y al sur la acaricia el Canal Onashaga, en idioma yámana, o Canal del Beagel, como se le conoce oficialmente. Es un recinto de biodiversidad que sirve como cuna de la cordillera de los Andes y también como primera parada antes de iniciar una travesía hacia la Antártida.
Llegué a Ushuaia porque necesitaba respirar vida, alejarme de la cotidianidad citadina, del ruido, de las frustraciones, de las penas: simplemente quería estar lejos. Llegué una mañana de noviembre del año 2016, con muy poco equipaje, pero con muchas ilusiones y una idea muy clara de los sitios que quería visitar: El Faro Les Eclaireurs, la Isla de los Pájaros, la Isla de los Lobos, el Glaciar Martial, los lagos Escondido y Fagnano y el Parque Nacional Tierra del Fuego. Todo debidamente organizado con varias semanas de anticipación.
Para llegar a Lago Escondido y Lago Fagnano, tomé un tour en una 4×4 que prometía una visita a los criaderos de perros siberianos, un paseo en canoa por los dos lagos y una caminata por los bosques aledaños: todo parecía de ensueño. Durante el recorrido, hicimos una parada en el punto más alto de Paso Garibaldi, una carretera que atraviesa la cordillera de los Andes fueguinos y que comunica la Bahia de Ushuaia con el resto de Argentina. Desde su mirador se pueden observar claramente los lagos Escondido y Fagnano. Siguiendo por esa carretera, logras divisar paisajes impresionantes, la vegetación, las montañas, el vuelo del cóndor; la imponencia de la zona te hace sentir respeto por la madre tierra. Sin embargo, a medida en que continuamos nuestro camino, empezamos también a detallar uno de los lugares más desoladores que he visitado: la castorera.
Según relataba Rodrigo, nuestro conductor y guía, en los años 40’s se introdujo en la Patagonia el castor canadiense, una especie de roedor semi-acuático cuya piel es bastante apetecida para la fabricación de ropa de invierno. En aquella época, se pensaba que la cría del castor podría favorecer la industria local de pieles, para lo cual se importaron cerca de veinte parejas de castores. Desafortunadamente, y contrario a las expectativas, la piel del castor patagónico no cumplía con los estándares de calidad y la industria peletera no prosperó. Rodrigo contaba, bastante abrumado, que nadie imaginó que la introducción de esta especie por el humano desencadenaría en la región una terrible crisis ambiental.
El castor es un ingeniero por naturaleza. Su instinto lo lleva a roer los árboles para construir diques que luego se convierten en su madriguera –castorera–. Las castoreras facilitan la acumulación de agua que, posteriormente, puede generar inundaciones o desplazar especies endémicas, alterando significativamente el ecosistema. Carentes de depredadores naturales, como osos, lobos o coyotes, y abandonados a su suerte, los castores empezaron a reproducirse sin control, convirtiéndose en una especie invasora que en la actualidad cuenta con más de cien mil ejemplares y que ha deforestado, en palabras de Rodrigo, el equivalente a dos veces la ciudad de Buenos Aires.
Seguimos nuestro recorrido hacia Lago Escondido mientras contaba castoreras. Como niña pequeña, me decía mentalmente: Una castorera… dos castoreras… tres castoreras… pero cada vez que agregaba una castorera a mi cuenta, notaba una gran sensación de tristeza ya que empezaba a dimensionar los efectos de esta tragedia: el agua estancada, los árboles raquíticos o tristemente talados y la acumulación de maleza. Era ver una injusta cicatriz en medio de tan hermoso paisaje. Era recordar lo que inicialmente creía que sería el fin del mundo.
Después de un paseo en canoa por Lago Escondido y una caminata por la zona, hicimos una parada para almorzar en una cabaña perdida en medio de los bosques fueguinos. El almuerzo consistió en un asado de achuras acompañado de vinos de la Patagonia y de Mendoza. El grupo estaba compuesto por catalanes, bonaerenses, canadienses y yo, la única colombiana. Nuestra labor consistía en traer la leña para avivar el fuego al tiempo que nuestro guía preparaba la carne, los chorizos y los panes. Mientras organizábamos la mesa, se me ocurrió preguntarle a Rodrigo por las acciones que estaba tomando la provincia para reducir los efectos del castor. La respuesta no fue muy alentadora. Según contaba, actualmente se están organizando brigadas de cacería para erradicar a los castores de la Patagonia. Al ser considerado una plaga y ante la falta de depredador natural, la única intervención posible es la humana. Me quedé pensativa, con la mirada fija en los glaciares que estaban al fondo. Los castores son animales muy bonitos e inteligentes, pero la recuperación del terreno deforestado podría tomar varias generaciones. El costo de un error humano lo están pagando la flora y la fauna de la zona y, tristemente, también los castores.
En el verano de 2018, tuve la oportunidad de visitar el Parque Nacional de Banff, en las Montañas Rocosas canadienses. Pese a que me encontraba en el norte del planeta, el majestuoso paisaje me recordó un poco mi viaje al sur de Argentina. Seguramente, algo similar pensaron quienes tomaron la decisión de sacar unas cuantas parejas de castores de su hábitat natural, de donde jamás debieron salir. Paradójicamente, el castor no es visto con malos ojos en Canadá. Allí no es una plaga sino un animal apreciado que armoniza con la biodiversidad. Es un símbolo que se ve representado en monedas, peluches, nombres de lagos e incluso alimentos. El castor del norte también construye diques, pero la robustez de los árboles hace a los bosques más resistentes, por lo tanto, el impacto ambiental es menor comparado con el que produce su hermano austral.
Mi viaje a Ushuaia, no sólo me permitió romper con mi imaginario del fin del mundo como un lugar inhóspito y tenebroso, también me enseñó a reflexionar sobre la forma como se adaptan las especies en los entornos adecuados y sobre la responsabilidad que tenemos los seres humanos como habitantes de este bello planeta. Alterar el equilibrio sabiamente establecido durante milenios no sólo afecta la obra de la naturaleza a corto plazo, sino que puede tener un impacto devastador para generaciones futuras.