Por: Javiera Tuki
Al bajar del avión tras 5 horas de vuelo nocturno desde Isla de Pascua, Tahiti me daba la bienvenida inundando mis pulmones con su aire floral y acuoso, húmedo, casi irrespirable que luego -en tiempos presentes- habría de identificar simplemente y con cariño como el aroma a Polinesia.
Se trata de la principal isla dentro de los muchos archipiélagos que conforman la Polinesia Francesa, y ese carácter de capital se hace patente desde el aeropuerto de Faaa hasta las aproximaciones a su ciudad capital, Papeete, mixtura de concreto y plantas tropicales que rememora a una ciudad portuaria sudamericana extirpada y votada en el medio del Océano Pacífico.
A medida que la mañana se instaura Papeete despierta y se llena de vida. Sus calles me encuentran con mujeres en vestidos de pareo confeccionando coronas de tantas y tan diversas flores que en mi vida conoceré todos sus nombres, ni mucho menos la perfección irreal de cada una de sus formas. El puerto, nuestro destino, se encuentra semivacío a la espera del primer ferry con dirección a Moorea, la isla hermana de Tahiti; aquella pequeñita del que pocos conocen el nombre, pero que todos buscan como el cliché de un paraíso terrenal.
Un verano completo de trabajo sistemático y fantaseos por montones no me prepararon para la concretización de todas mis ilusiones juveniles. De pronto era adoptada por una mujer como pocas que sin conocernos nos abría las puertas de su casa y nos hizo un miembro más de su hermosa familia. Mi vida de estudiante en Santiago se encontraba tan lejana en aquella casa abierta, que era impensable el volver al cubículo de mi departamento luego de despertar con la brisa refrescante que bajaba de la montaña imponente directo hasta la cama con malla mosquitera.
Cómo olvidar las excursiones al corazón de esa isla que vive y te obliga a vivir. Alcanzar el mirador de Belvedere con sus candados reminiscencias de esa conexión casi irreal con una Francia distante; y esa vista privilegiada que develaba una isla de belleza que supera la ficción. Cómo olvidar los paseos a la playa de Tamae y sus tonalidades impensadas que se extienden hasta el Sofitel donde- según supe meses más tarde- Carmen Electra también descansaba en ese mar tan calmo que no demandaba el trabajo de Baywatch alguno.
Recuerdo con especial cariño nuestros días lentos y sin panoramas en la playa de Les Tipaniers. Tomar el sol en esas arenas debería conocerse como deporte nacional, obviando el nado en aquel mar turquesa que -pese a su belleza- desilusionaba con una temperatura elevada, incapaz de refrescar los cuerpos ávidos de frío en un paraíso que a ratos brinda experiencias exactas de un calor infernal.
Tardes enteras pasadas en un baile entre el mar y la arena, interrumpido únicamente para probar la especialidad de la región, directamente del mar a la mesa: un par de cortes al pez, jengibre y verduras varias; toque final de leche de coco y Voila! Poisson crue avec lait de coco, un plato que me robó el corazón y el estómago como el ceviche con mejor preparación. (Perú no te preocupes que en Julio tendrás revancha)
Habría gastado mi vida en Moorea y sin duda volveré a ocupar mi tiempo en sus islotes, en los amigos que quedaron en aquellas playas y en mi memoria, con sus sonrisas y bronceados perpetuos, sus obsequios de paseos en embarcaciones de todo tipo y alcohol de todas las clases. Podré dar la vuelta al mundo y sé que al final del recorrido todo seguirá igual en aquel recóndito lugar del mundo, el paraíso para aquellos que lo quieren traer a la tierra.