Tú x el Mundo

A solas en el Sahara

Por: Neeki Castañeda

Elegir una ciudad para visitar nunca es un problema. Seguramente muchos de nosotros ya tenemos una lista de esos lugares que se encuentran en nuestros sueños y que están a la espera de sorprendernos.

Mi experiencia como viajera siempre había sido acompañada y me encontraba ante la situación de elegir entre mi seguridad y el lugar que tanto había esperado conocer: el Sahara. Como fotógrafa anhelaba visitar este lugar, fotografiar el imponente desierto, la tranquilidad que transmite y captar los colores de Marrakech.

Estuve horas leyendo blogs, viendo videos de viajeros en países de religión musulmana y aterrorizándome cada vez más de la decisión que había tomado. Comentarios que aconsejaban no visitar estos países si eres mujer y menos si vas sola. Ya me había acostumbrado a sentir cierta “seguridad” al viajar por mi cuenta por países europeos, pero era diferente con África.

Fue entonces que gracias a recomendaciones encontré tours que armaban grupos de personas de habla hispana y juntos hacían recorrido desde Marrakech hacia el desierto. De esta manera, incluso al ir sola, estaría rodeada de personas compartiendo el mismo interés.

Llegué al aeropuerto y me sorprendí por su modernidad, erróneamente tenía en mente que sería un lugar sencillo y no fue así. Salí y busqué al chico que me esperaría del tour. Sentí mucho miedo. Ver la señalización en árabe, tráfico, caos citadino, y no encontrar a la persona que me esperaba. Caminé un poco y por fin lo encontré.

Al mirar por la ventana, en el Riad donde me hospedé, veía la ciudad correr ante mis ojos, personas cruzando las calles entre autos, vendedores ambulantes, hombres gritándose de un extremo a otro, el sonido de las Medinas y la paz que se sentía después del mismo.

El grupo que se formó en el tour fue fantástico, chicos de México, Uruguay, Chile, España, latinos y europeos que hablábamos el mismo idioma. El trayecto hacia el desierto sería largo y en la van donde nos transportamos éste no se sintió: música árabe, reggaetón, rock y cumbias. Teníamos el ánimo por los cielos y una gran ilusión de llegar a las rojas dunas.

El chico que nos guiaba era de origen bereber, él conocía y vivía en el desierto, nos explicó detalladamente cómo la vida de estas personas era difícil y aún así amaban el lugar donde nacieron. Estas historias incrementaron aún más mis ganas de llegar al desierto y sentir no sólo su calor climático, si no el espiritual.

El camino de aproximadamente 11 horas desde Marrakech fue un banquete para mi lente: paisajes montañosos, bosques entre laderas, ríos ocultándose en el desierto, lugareños que vivían entre el verde de las palmeras. No quería cerrar ni por un momento los ojos.

Al aproximarnos al desierto comenzamos a ver cómo el paisaje se fue tornando a naranja, se veía a lo lejos un horizonte rojizo y no podía ocultar mi emoción, el desierto del Sahara estaba justo enfrente.

Al llegar estaba esperando por nosotros una fila de dromedarios que nos llevarían entre las dunas a donde sería nuestra estancia en medio del desierto, las jaimas, que son una especie de carpa donde duermen los bereber y que usaban los nómadas para sus largas travesías por el desierto.

Jamás habían tocado mis manos una arena más suave, ni mis ojos visto tanta majestuosidad. Un desierto que transmitía paz, de dunas gigantes que parecían moverse mientras avanzábamos. Aún encima del dromedario, con una mano me sujetaba y con la otra capturaba todos esos horizontes con mi cámara.

La noche que nos esperaba en el desierto fue increíble, una fiesta típica bereber con tambores y fogatas. Bailamos, cantamos y admiramos un cielo tan inmenso que jamás había visto. Podía ver tantas estrellas que en las ciudades nunca lograría ver.

Por un momento me fui a caminar entre las dunas y al alejarme un poco del bullicio me pude sentir en calma conmigo misma. Lo había logrado. Estaba en ese lugar que veía tan lejano, mis manos enterradas en su arena fresca y mis pies pintados de naranja. Allí estaba yo, viendo al cielo y escuchando solo el aire soplar. No se venía nada a mi mente en ese momento, disfruté lo más que pude de esa inmensidad.

Es un viaje que me movió en todos los aspectos, pasé por muchas sensaciones como el miedo, la alegría, la soledad, pero la satisfacción final fue inmejorable. Quienes nos conocimos en ese viaje logramos crear una amistad genuina, pero más allá de eso logré crear un vínculo con mi propia seguridad. Creer en ti mismo es difícil cuando sabemos que el viento no siempre sopla a favor, pero mientras sople podrás sentirte vivo.