Por: Ignacio González
Recuerdo que fue en casa de mi abuela en donde el momento decisivo ocurrió, ese en el que el gusto y curiosidad que desde la niñez había tenido por la comida se transformaron en una especie de directriz en mi vida.
Sucedió cuando después de una de esas comidas familiares que duran toda la tarde, la plática se centró, como sucedía a menudo, en el tema de la comida, los restaurantes y los viajes. Fue aquí que mi tío Pablo me contó que existía Restaurant, una revista británica que año con año publicaba una lista de los 50 mejores restaurantes del mundo. Estoy seguro de que si hubiera una foto de ese momento, se podría ver el brillo en mis ojos.
Lo siguiente que platicó cambió mi forma de ver el turismo. Me platicó que existía en un rincón de Cataluña, España, una especie de templo del culinario en el que se deconstruía, reconstituía y reinventaba la gastronomía, todo bajo la tutela de alguien llamado Ferran Adrià; era el legendario, El Bulli, cinco veces ganador del primer sitio en la lista de la revista Restaurant y un lugar en el que para conseguir una mesa, era necesario reservar con un año de antelación.
Probablemente ya para este punto tenía la boca abierta, pero no por lo ridículo que pueda parecer planear una comida un año antes, sino porque no podía siquiera imaginar las delicias que llevaban a gente de todo el mundo a comprar un vuelo a España con el único propósito de experimentar la cocina de Adrià. Aquí fue que entendí que era perfectamente aceptable planear vacaciones que giraran en torno a los restaurantes de un país y su cultura gastronómica.
Y así han sido los últimos años en mi vida, el paladar dicta siempre mi próximo destino, inspirado claro en algunas fuentes: blogs de personas en cuyo gusto confío ciegamente, las listas de 50 best restaurants de la revista Restaurant, y por supuesto, las recomendaciones de amigos y familia. Fue precisamente alguna de estas fuentes de inspiración la que me llevó a planear un viaje a Perú hace un par de meses, bueno, eso y que alguien me dijo que el ceviche no era algo mexicano, sino tomado del Perú y adaptado al paladar mexicano, y ese descubrimiento acicateó mi curiosidad aún más.
El viaje lo planee con un amigo que estaba viviendo en Santiago, fijamos fecha e hicimos las reservas pertinentes unos dos meses antes, porque este tipo de viajes hay que planearlos bien. Mientras la fecha llegaba investigamos sobre el Perú y todo lo que hay que probar, que aparentemente es muchísimo.
La gastronomía peruana es el resultado de una mezcla producto de la conquista española, sin embargo, gracias a las migraciones del siglo XIX, se incorporó a la ya existente combinación de la cocina europea y la tradición indígena, la influencia japonesa. Al resultado de toda esta mezcla se le llamó cocina Nikkei.
Por alguna razón siempre creí que Lima era una pequeña ciudad capital con más tintes de pueblo colonial que de urbe moderna; y en realidad resultó ser una enorme ciudad costera flanqueada por el desierto que se extiende por los valles aledaños, con alrededor de 9 millones de habitantes. Y como en toda ciudad grande, las opciones para comer son casi infinitas, desde cevicherías y caldos de gallina, hasta los grandes restaurantes. Lima tiene una opción para todos los días y para todos los paladares.
Lo primero que probamos fue, por supuesto, el ceviche. Era medio día y había un sol de esos que solo te dejan pensar en tomar algo refrescante y comer mariscos, así que decidimos hacer justo eso y nos dirigimos hacia La Mar, la cevichería de uno de los personajes más emblemáticos de la gastronomía peruana, y quien la puso en la mira del mundo: Gastón Acurio. El ceviche peruano es bastante distinto del que hacemos en México, se hace con “leche de tigre” que es ese caldito en el que nada el pescado y es una preparación de la que hay mil recetas distintas pero que en teoría debe de llevar fondo de pescado, limón, ajo, ají, cebolla morada, jengibre, cilantro entre otras cosas. Además de la leche de tigre, se acompaña con yuca o camote y granos de maíz crujiente. El resultado es un plato adictivo y refrescante que no quieres que se acabe nunca, en especial si el día es soleado y caluroso.
Al día siguiente fuimos a comer a Central, propiedad del renombrado Virgilio Martínez y tres veces elegido como el mejor restaurante de Latinoamérica por la revista Restaurant. Central es mucho más que un restaurante, es a la vez un centro de investigación gastronómica que se interesa en la gran diversidad de ingredientes autóctonos del Perú, rescatándolos del olvido y utilizándolos para elaborar increíbles platos.
En Central hay un par de opciones en el menú, uno puede optar por la degustación de 18 tiempos o bien la de 13 tiempos, en ambos casos la temática gira en torno a las distintas alturas (y ecosistemas) de las que los ingredientes usados en cada uno de los tiempos provienen. Por supuesto que elegimos la opción de los 18 tiempos, y con maridaje.
Central es uno de esos restaurantes en los que desde la entrada ya intuyes que estás a punto de darte un festín; la decoración, los acabados de madera, la luz que entra por los ventanales que separan el comedor de la cocina, el servicio impecable, todo vaticina que será una gran experiencia.
Y vaya que lo fue. Nos sentamos y los platos empezaron a desfilar por la mesa, cada uno más impresionante que el anterior, no solo visualmente, porque sí que hay que decir que las presentaciones de cada uno de los 18 tiempos son preciosas, sino también en sabor, técnica y concepto. Bocado a bocado recorrimos todas las altitudes del Perú, conocimos variedades de tubérculos, pescados y vegetales que ni siquiera sabíamos que existían pero que resultaron ser una delicia y probamos algunos a los que siempre les habíamos rehuido, como el corazón de res, que contra toda predicción fue uno de los platos favoritos.
Para cuando termina toda la experiencia uno no puede más que asombrarse de la increíble diversidad de flora y fauna que hay en Perú y de la virtuosidad con la que las aprovechan en la cocina.
Central está revolucionando la comida peruana contemporánea, y ser testigo de lo que sucede aquí hace que valga la pena el viaje a Lima. Es sin duda una parada obligada.
Probamos muchísimas cosas en Perú: comida callejera para chuparse los dedos, caldos de gallina de esos que te recuerdan el confort de casa; pero no puedo acabar esta primera colaboración sin hablar de mi favorito.
Maido no tiene el encanto ni el aura de festín que rodean a Central, pero los platillos que se preparan en su cocina, a cargo de Mitsuharu Tsumura, son exquisitos. Todos y cada uno de los 13 platos que componen el menú de degustación nos dejaron boquiabiertos y preguntándonos como era posible imprimirle tanto sabor y carácter a la comida.
Aquí probé el que personalmente considero el mejor ceviche que he comido en mi vida; hasta me empiné sin recato alguno el pequeño bowl metálico en el que venía servido. Memorable también fue el sudado servido en un caldo hecho con una reducción del mismo pescado; para este plato el mesero traía a la mesa lo que yo llamaría un sifón japonés o cafetera de vacío, en donde a través de la presión del vapor, el líquido en la parte de abajo sube y se infusiona con lo que sea que haya arriba. En este caso la reducción de sudado sube y se infusiona con una variedad de hierbas y otros ingredientes; finalmente el mesero lo sirve en un pequeño tazón y uno procede a devorarlo maravillado con la intensidad y potencia del caldito.
Les hablaría de cada plato, pero creo que entienden mi punto. Maido hace comida extraordinaria y vale la pena planear una excursión a Lima solo para comer aquí.
Después de haber pasado una semana descubriendo la gastronomía peruana, creo que puedo decir que es similar a la mexicana en más de un aspecto: primero está el tema de la fusión de culturas que claramente ambos países comparten; luego está el tema de la impresionante diversidad de productos y los cocineros de talla internacional que han sabido aprovechar esta riqueza para colocarlos en la mira de todos los amantes de la comida; y claro, ambos tienen sitios arqueológicos a los que se puede ir a caminar durante horas para limpiar la conciencia después de los atracones que uno se da en la mesa.
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4.5