Por: Mariana Cuadriello / @marianatrip
Generalmente todos viajan al sur. En efecto, cuando la mayoría de los viajeros llegan a Atenas, se quedan ahí un par de días y luego se dirigen al sur, a las islas griegas. Yo, no.
Tenía en la mente conocer Meteora y sus fantásticos monasterios desde que tenía uso de razón; así que en cuanto aterrizamos en Atenas, fuimos al mostrador de renta de autos y tomamos inmediatamente rumbo hacia el norte. Cuatro horas fue lo que tardamos en llegar.
Decidimos alojarnos en el diminuto pueblo de Kastraki, justo al pie de los enormes monolitos sobre los cuales están construidos los famosos monasterios ortodoxos. La vista de nuestro balcón era inmejorable y los precios de hospedaje, para ser Europa, muy accesibles. Salimos de inmediato a comer a una típica taberna griega donde probamos la maravillosa comida local. Tzatziki, moussaka y una ensalada griega con el mejor queso feta que he comido.
Amaneció y era el día de Pascua. Meteora y sus alrededores son pueblos profundamente religiosos, que celebran estas fiestas con mucha intensidad. En la taberna nos habían comentado que podíamos ir a la misa de Pascua que se llevaría a cabo a las 12 de la noche dentro del monasterio de St. Stephens; así lo hicimos y esa experiencia ha sido una de las más maravillosas de mi vida. Justo a la medianoche, y como si fuera la película de Willy Wonka, el monasterio abrió sus puertas a los fieles, y la “luz” de pascua entró en un coche a toda velocidad sostenida por un cura ortodoxo que cumplía con toda la imagen rigurosa de su estereotipo: barbas blancas y largas, túnica negra y sombrero. De la ceremonia no entendí mucho… solo sentí la magia y la gran espiritualidad. De regreso al hotel, por las calles del pueblo vimos desfilar a todos los fieles sosteniendo sus veladoras encendidas.
Al día siguiente, Kastraki se inundó con el olor de corderos asados. Literalmente, en cada casa había familias enteras cocinando corderos para celebrar la ocasión. Nosotros lejos de casa y sin familia con quien compartir un cordero, nos dimos a la tarea de conocer cada uno de los majestuosos monasterios, todos llenos de misticismo, arte bizantino y muchas escaleras. Fue una mezcla de olor exquisito y belleza visual que hasta hoy evoco.
Ahora sí, era momento de tomar rumbo hacia el sur. De regreso a Atenas, cogimos el ferry más pollero de la historia, hizo siete paradas antes de llegar a Santorini. Llegamos de noche sin muchas posibilidades de ver nada. Cuando amaneció, la vista desde nuestra terraza nos dejó sin aliento….hay instantes de sorpresa que cuestan describir, pero fue algo así como lo que se siente cuando de niño corres el 25 de diciembre para ver qué te trajo Santa Claus y te sorprendes al ver el regalo que tanto querías debajo del árbol.
Oia, una de las pequeñísimas ciudades de Santorini, es majestuosa; construida sobre el acantilado, con todas sus casitas blancas y calles de mármol, nos ofreció uno de los espectáculos más hermosos e impactantes de nuestras vidas: la mejor puesta de Sol.
El Sol se hundió en el mar; primero aplaudí y luego lloré. Era momento de regresar a casa…no al norte, no al sur…
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