Por: Tania Arteaga
De familia numerosa y monoparental, jamás conocí lo que eran unas vacaciones familiares. Éramos 7 hermanas y 4 hermanos, todos dependientes de mamá.
Crecí con la idea de que jamás saldría de México e imaginarme en otros países era como salir del planeta, imposible.
Pero desde los 14 años se me clavó. bien profundo, la idea de algún día conocer Japón. Todo el tiempo fue una idea fantasiosa y no llegaba siquiera a intentar pensar en verme materializando el sueño.
Cumplidos mis 20, siendo independiente y trabajando incansablemente, consideré viable la idea de que en algún punto de mi vida, yo podría ir a Japón. Todo gracias a los bloggers de viaje que comencé a leer a los 18, ellos me hicieron creer que podía, que no necesitaba ser millonaria ni venir de familia acaudalada para cumplir mi sueño.
A partir de ahí, comencé a ahorrar y a recorrer el lugar, todo gracias a Google Maps. Yo recorría calles y avenidas virtualmente, mientras salvaguardaba el dinerito que caía a mis bolsillos.
Nunca voy a olvidar mis 22, cuando encontré una oferta flash desde Monterrey al aeropuerto de Narita; mi corazón saltó de alegría porque ¡sí tenía el dinero! compré mi vuelo sin importar nada más y llamé a la única persona que quizá aceptaría acompañarme: mi hermano, que hacía años no veía pues vivimos en diferentes países.
Para mi gran fortuna, aceptó y quedamos de vernos allá.
El viaje se pactó para Enero del 2020, meses antes me esmeré en crear el mejor itinerario de viaje que garantizara cubrir la mayor parte de los bellos paisajes que yo sacaba de internet. Meses antes también tuve ataques de pánico, imaginaba que mis pulmones se congelarían pues yo nunca había visto la nieve y sufría de ansiedad al pensarme lidiando con el choque cultural y de idiomas.
Tomé bastantes respiros profundos y puse mis temores de ladito… la aventura me aguardaba.
Arrivé horas antes que mi hermano y me di la oportunidad de pisar las tierras niponas antes, todo era magia. Yo sentía que estaba flotando, no me la creía.
Lloré de felicidad cuando pisé la playa, era una playa tan diferente a lo que yo conocía. Era una playa de arena negra, viento helado y un sol abrumador.
Mientras los surfistas bailaban en las olas, yo le dediqué una plegaria de agradecimiento al Daibutsu, el Gran Buda de Kamakura, pues finalmente caí en cuenta que estaba a 10.811,94 km de distancia de casa y todo fue gracias a un sueño.