Por: Adriana Arrocha
Era noviembre de 2022. Me estaba tomando mis primeras vacaciones en más de un año y medio y regresaba a la ciudad que por primera vez me hizo sentir acogida y genuinamente feliz fuera de mi propio hogar: Ciudad de México.
No voy a mentir. Planifiqué este viaje por varios meses porque era lo único que, en esa época, me generaba ilusión. Estaba pasando por un momento de profunda insatisfacción personal y lo único que tenía claro era que quería darle un giro a mi vida y escaparme del día a día. Solamente deseaba disfrutar el presente, mi propia compañía y, por qué no, estar en esa ciudad que se convirtió en mi espacio seguro un año antes, cuando más me aterraba enfrentar mis miedos, mi soledad y la incertidumbre.
Y con esos pensamientos llegué nuevamente sola a la urbe más grande de América Latina. Una metrópoli que desde el primer momento se sintió tan familiar. Su intenso olor a smog, los taxis color rosa mexicanos, el tráfico en hora pico y la belleza que hay en el barrio atemporal de Condesa, que en esta ocasión sería la colonia donde estaría hospedada. Me quedé en esta ocasión en Casa Pancha, un pequeño pero acogedor y moderno hostal que recomiendo absolutamente si están cortos de presupuesto (como yo), pero aún así no desean renunciar a la comodidad y a estar en una buena zona.
Recuerdo cómo en esa primera noche me perdí en el barrio buscando un lugar bonito para cenar, pero terminé en un restaurante de ensaladas muy cerca del hostal y me puse a llorar. Sí, fui esa chica que estaba llorando mientras se comía una ensalada. Y no, no lloraba por el hecho de comer la ensalada, la verdad es que estaba deliciosa. Lloraba porque me sentía infeliz con el rumbo de mi vida, me sentía perdida. Pero mi mejor amigo vino al rescate. Él vive en Estados Unidos y a pesar de estar a cientos de kilómetros de distancia, lo sentí muy cerca a través de un mensaje de voz sanador sobre cómo este viaje me ayudaría a canalizar mis sentimientos y que me daría nuevas lecciones y un crecimiento personal, siempre y cuando estuviera abierta a todas las posibilidades. Vaya que él sabe cosas.
A partir del día siguiente, la película cambió y para bien. Comencé la mañana en Coyoacán, una zona que alberga uno de los museos más famosos de la ciudad: el Museo de Frida Kahlo. Llegué muy temprano (gracias, ansiedad) pero fue tan lindo ver cómo cientos de personas fueron al museo con el objetivo de conocer más de la historia y vida de una de las mujeres más transgresoras y revolucionarias de la historia. En más de una hora y media de recorrido por lo que fue la antigua casa de Frida y su pareja Diego Rivera, pude apreciar más de cerca el arte de esta extraordinaria mujer que a pesar de todos las vicisitudes que tuvo que enfrentar, siempre fue fiel a sí misma y sus convicciones. En el museo me encontré con una almohada de Frida que decía “Despierta corazón dormido” y hoy me atrevo a decir que era un mensaje del destino, seguramente, que llegó en el momento indicado para reforzar esas sabías palabras de mi amigo.
En la tarde regresé a Condesa y me puse a caminar buscando una casa de cambio, para terminar comiéndome un helado y dirigiéndome al Parque México, uno de los tantos parques que hay por la ciudad – algo que me encanta hacer cada vez que estoy en CDMX. En ese parque, me detuve para observar a las personas pasar. A la chica/o que paseaba a su perro, a las parejas que conversaban y se miraban fijamente a los ojos, al grupo de amigos que se encontraban o la gente que hacía ejercicio. Y fue un momento de silencio, de esos donde solamente piensas en la belleza del ahora, de la humanidad. De no estar pegado al teléfono por tanto tiempo donde (casi) todo se proyecta tan perfecto y abrumador. Regresando al hostal, pedí una deliciosa comida asiática por delivery (¡cómo se come de bien en esta ciudad, por Dios!) porque me propuse sentarme un rato para aplicar a plazas de trabajo. La Adriana de ese instante no sabía que había aplicado a un trabajo que conseguiría 1 mes después. Las cosas bonitas que tiene la vida.
Día 3 en Ciudad de México y decidí empezarlo con unos chilaquiles – mejor manera, imposible. Ese día pensé en dedicárselo a toda la zona de Chapultepec, empezando por su bosque para caminar. El Bosque de Chapultepec podría decirse que es mi lugar favorito de toda la ciudad y es que… ¿Qué no tiene? Museos increíbles, lagos, un castillo (literalmente) con vistas maravillosas de la ciudad, espacios hermosos para hacer un picnic, naturaleza sin fin. Es un oasis de aire puro en medio de lo frenética que puede ser la vida en una capital tan vertiginosa.
Tras una caminata de poco más de 40 minutos por el bosque, llegué al Museo Tamayo; mi primera atracción del día. En este museo me adentré en el arte contemporáneo el cual nunca pasa desapercibido y siempre deja un pensamiento de asombro por lo humana y creativa que puede ser la expresión humana. Terminado el recorrido, crucé nuevamente el bosque para ir al Castillo de Chapultepec. Iba sin expectativas y terminó siendo uno de mis museos preferidos. Empezando por su camino empedrado pero plagado de frondosos árboles y que a medida que subías, veías un pedazo más espectacular del skyline de la ciudad, su museo que hacía un recorrido por la fascinante y por momentos dramática historia del país, su arquitectura refinada, el cuidado a los detalles de su mobiliario… Puedo extenderme pero con todo esto quiero decir que aprendan de mi error y no vayan a la Ciudad de México por primera vez y olviden pasar por este lugar.
Por la tarde, hice el recorrido del bosque rumbo al Paseo de la Reforma. Era la primera vez que mis ojos observaban lo que era un tráfico de las 4 de la tarde real, no el que yo había apreciado en 2021 cuando aún era pandemia y desconocíamos que las vacunas funcionarían y nos harían regresar a la normalidad de hoy. Era un tráfico muy pesado, pero por suerte iba con calma y escuchando un playlist porque quería disfrutar de las vistas. Fui a Shake Shack a tener un late-lunch y al terminar, quise hacerme la más citadina o chilanga, caminando hacia Roma Norte para ir a la Plaza de Cibeles y lo logré. Pero justo cuando quería detenerme a descansar y sentarme, comenzó a llover. Ese fue el mensaje que necesitaba para saber que era suficiente recorrido para un día.
Después de un recorrido interrumpido por la lluvia el día anterior, en mi cuarto día me propuse caminar de Condesa hasta Roma Norte. Aunque CityMapper (una app que recomiendo infinitamente para cualquier viaje a Europa o a Ciudad de México) estaba siendo una fiel compañera, en ocasiones me hizo dudar de si estaba en el camino correcto; pero agradezco que el recorrido, además de hacerme ver una cara diferente de la ciudad, hizo que coincidiera con el puestito de un señor que hace el mejor licuado de fresas que puede existir. Eventualmente, llegué a mi destino final que era la Plaza de Río de Janeiro que en esa mañana tenía un bazar de emprendedoras mexicanas. Allí aproveché para comprar regalos para mi familia y amigos y era un lugar donde se respiraba una linda energía femenina, para luego terminar en el Restaurante Toscano donde podrán encontrar unas imperdibles enchiladas de mole.
Por la tarde, regresé al hostal. Era un viernes y no tenía un plan nocturno, aunque no me importaba mucho. Pero en esos instantes en el que me encontraba en un área común del hostal, me encontré con una viajera británica con la que había tenido un par de pláticas. En ese momento quedé con ella y su compañera de cuarto neozelandesa de salir esa noche. Nos fuimos con dirección a Roma Norte y llegamos a la Taquería Orinoco. Mientras hacíamos fila para comprar los fabulosos tacos que hacen, hablamos de nuestras vidas. De una manera natural, conversamos de nuestras infancias, las circunstancias dolorosas de nuestros pasados, el mundo patriarcal, dónde nos encontrábamos en la vida… En fin, muchas cosas. Fue una noche donde sentí el significado de la sororidad y cómo, a pesar de venir – literalmente – de diferentes partes del mundo, todas habíamos pasado por situaciones muy similares. Ser mujer en América, Europa o en Oceanía puede ser increíblemente difícil porque nos enfrentamos paradójicamente a los mismos retos, estereotipos, agresiones y dolores que pueden penetrar nuestras almas. Pero aún así, estando en México, nos encontramos y enmarcadas en risas y en una de las pláticas más sinceras que he tenido alguna vez, me sentí completamente auténtica y disfruté de compartir nuestras diferencias y semejanzas entre mujeres tan distintas y admirables.
El sábado siguiente no tenía un plan definido, pero en un chispazo de lucidez matutina opté por recorrer Condesa. La realidad es que en mi viaje anterior poco conocí de la colonia y ciertamente me debía un recorrido formal. En mi caminata no planificada y sin un rumbo concreto, quise observar y sentir lo que era la vida en este barrio. En ese paseo aprecié sus parques, cafés, algún bazar escondido y las expresiones de las personas, casi siempre de tranquilidad o con sonrisas. En definitiva, Condesa me había atrapado, aunque de manera distinta a Roma Norte. Condesa es más moderna y vanguardista, mientras que Roma Norte tiene aires bohemios que claramente celebran su arquitectura del porfiriato (aprendí cosas de mi primera visita, sí señor).
Para culminar el viaje, pensaba en que no había mejor manera que volver a mi lugar favorito de la ciudad. Seguramente algunos habrán adivinado, el Bosque de Chapultepec. Pero, no contaba con que ese día era un feriado y el bosque estaría cerrado. No obstante, aproveché las zonas abiertas del bosque para caminar con mis audífonos y música puesta. Nuevamente, hice mi ritual de observar y caminar sin pensar en absolutamente nada. En esos instantes fue posible dimensionar una cara de la ciudad más calmada, lo cual está en diametral oposición a mi experiencia en días anteriores. La Ciudad de México puede ser, sí, vertiginosa y caótica. A veces te puede hacer sentir muy pequeño/a entre el mar de personas que te rodean. Pero verla así, tan tranquila y callada, fue una linda manera de encontrarme con una versión que es igual de fascinante que la cotidiana.
Días antes de despedirme de la ciudad vi en una valla publicitaria sobre Bardo, la película más reciente del director mexicano Alejandro González Iñárritu, que estaba en esos momentos en los cines. Desde que vi la publicidad sentía la necesidad de encontrar un espacio en mi agenda para verla y con el feriado, vi la ocasión perfecta para ir al Cinépolis Diana, que es uno de los cines más antiguos de la ciudad. Estando allí, sentí la nostalgia de los cines de mi infancia, pequeños, poco tecnológicos (aunque este era más moderno de lo que uno pensaría) y con salas no tan grandes que dan una sensación de intimidad.
Durante 3 horas, me sumergí en una película muy personal del cineasta mexicano que a su vez representaba los encuentros y desencuentros que habitan en el México de hoy. Un país orgulloso de su historia e identidad pero a su vez herido. Un país imperfecto pero que brinda calidez, amor y sonrisas ante la adversidad a quienes se sienten de allí como de allá. Reconozco que reí y lloré, pero a diferencia de las lágrimas del comienzo de este viaje, estas fueron de paz. Fueron de sentirme comprendida y conectada con un amor que siento hasta la raíz por México y con el hecho de ser latinoamericana.
Salí del cine con una sensación transformadora y de placer absoluto tras haber visto una película muy mexicana y única en su especie, porque no había manera mejor para decirle hasta pronto a la Ciudad de México. Una ciudad que atrapa desde el primer momento y que genera un inconmensurable deseo de regresar para seguir explorando sus calles, despertar el paladar con sus sabores, sentir la energía y calor humano de su gente y adentrarse en su riqueza histórica.
Gracias México por ser ese lugar donde siempre quiero regresar y que me permite reencontrarme con partes de mi ser. Hoy te extraño más que ayer, pero no tanto como mañana.