Vik, Islandia 2016. La alarma natural fue el temblor de su camper ante los embates de los vientos huracanados, rondaban los 18 m/s.
– Paciencia, habrá que esperar para salir.
Mientras tanto, el desayuno: Lucky Charms hasta el tope, con la leche que, a pesar de no estar en el refrigerador, tenía glaciares lácteos y provocaba congelamiento cerebral.
Manejaron con mucho cuidado por la 215 hasta el otro lado de la montaña para visitar la famosa Playa Negra. Ni siquiera osaron bajar de la camioneta.
A lo lejos vieron cómo a un chino lo golpeó la puerta del auto en plena cara, y cómo una señora no podía descender del automóvil porque le era imposible abrirla por el viento. Parecía una tormenta de película de terror.
– Es muy peligroso quedarnos aquí.
Retomaron la carretera, volvieron al lugar donde durmieron la noche anterior, estacionaron el camper y caminaron rumbo a la playa. Antes por supuesto pasaron por un café para calentar los ánimos.
El plan original era caminar sobre la playa. Las fuertes corrientes de aire hacían ríos de arenas voladoras, y las olas se estrellaban furiosamente contra la costa. Era evidente que nada estaba bien con salir a caminar, pero aún así, emprendieron el camino.
Comenzaron a escalar la montaña; el musgo, la tierra y los pastizales generaban la suficiente fricción como para caminar tranquilamente cuesta arriba.
Por momentos volteaban hacia atrás para ver su avance. La playa cada vez se percibía más distante, y su estrella polar eran los acantilados de Reynisdrangar, afilados y lúgubres, como las torres de una catedral gótica en medio del mar.
– Ayer leía que las gaviotas y los puffins, a veces se comen entre ellos.
– ¡Cuidado con esa gaviota! Madres, te pasó rozando la oreja.
El camino era toda una aventura épica: saltaban entre las piedras, se adentraban en caminos sinuosos, subían, bajaban, y todo eran rocas y mar a su alrededor. Siempre caminando en diagonal por la inclinada pendiente del acantilado.
Sin embargo el terreno comenzó a volverse más complicado. Llegaron a un punto en el que el suelo era muy frágil por la erosión y entonces se detuvieron a meditarlo. Arturo lo intentó primero pero claudicó y volvió a la zona de seguridad; era el turno de Manu. Le dio su cámara para poder analizar bien la situación, y justo al probar un punto de apoyo el terreno colapsó, y él con con esa avalancha casi mortal.
Para Manu la caída libre fue muy rápida. Arturo dice que para él fue una eternidad de angustia. Se desplomó por una pendiente totalmente vertical de unos 5 metros, de la que se aferró con las uñas y los dedos; y mientras caía, se concentró en aterrizar con ambos pies. Al tocar el piso se tiró hacia atrás y se apoyó en el suelo con su espalda. Lo primero que hizo fue gritarle a Arturo,
– ¡Estoy bien!
En ese momento comenzó a latirle de nuevo el corazón.
Todos los dedos sangrantes y un dolor en la rodilla izquierda por el golpe (la buena). Ahora el problema era que Arturo y Manu estaban separados.
– Iré a buscar otra ruta. Ahorita te marco.
Pasaron varios minutos hasta que Manu escuchó gritar su propio nombre.
– ¡Manuelitas!
El maldito infeliz de Arturo había logrado bajar hasta las rocas donde chocaba el mar, y pegado al muro como un hombre araña improvisado, con las dos cámaras colgando de su cuello, logró atravesar ese fatídico pasaje.
Una vez juntos de nuevo, no había marcha atrás.
Continuaron por un momento de calma hasta que se vieron los dos en la situación más dramática: recostados sombre una pendiente con una inclinación de quizá 30 grados, con los talones de las botas clavados en la tierra blanda, para sostenerse, y ambas manos apretando desesperadamente el frágil pasto.
– Tengo miedo.
– Yo también.
Cualquier movimiento en falso, un titubeo sutil, un desprendimiento súbito de tierra, habría significado derraparse cuesta abajo, volar hasta las piedras y luego hasta las salvajes corrientes del mar. Una muerte segura.
- ¿Y si apretó el botón de la SOS para que nos vengan a rescatar?
- No mames ¿y generar un vergonzoso escándalo internacional? Tomemos el riesgo.
De alguna u otra manera, se armaron de valor (era ahora o nunca). Y con esa maniobra arriesgada, de vida o muerte, lograron voltear el cuerpo y comenzar a escalar en 4 patas hasta la seguridad de las rocas superiores.
Se detuvieron a descansar, pero tenían la adrenalina a tope y habría que aprovecharla. El camino entre las grandes rocas forradas de musgo era mucho menos difícil, hasta que llegaron nuevamente a una rampa de tierra y piedras, era lo único que les separaba de la escollera que los llevaría finalmente al otro lado del acantilado.
– ¿Te acuerdas de cómo descendemos las dunas en la playa? Pues igual, solo siéntate completamente para generar mayor resistencia, como si fuera un tobogán.
La técnica infantil fue un éxito y alcanzaron la escollera. Ahora lo único que les impedía avanzar muy rápido era que el vaivén de las olas mantenía resbalosa la superficie, y el viento había arreciado aún más sus violentos embates.
Por fin alcanzaron la última parte del camino, y lo único que los separaba de la Playa Negra, era el mar chocando con ira contra la base de la montaña.
-Deja que la ola se vaya… ¡Ahora!
Corrieron con todas sus fuerzas hasta pisar las millones de piedras negras de Reynisfjara, con las botas y las piernas mojadas hasta las rodillas.
– Estamos a salvo.
De un momento a otro, Arturo se quebró y se puso a llorar, y Manu lo abrazó, y lloraron juntos. Ya más tranquilos tomaron unas fotos de los prismas rocosos, que asemejan las escamas fosilizadas de un dragón mitológico.
Caminaron hasta el único restaurante bar a orillas de la playa, Manu se fue a lavar las manos y a quitarse toda la tierra de las heridas. Habían recorrido casi 2.5 kilómetros de arriba a bajo por un terrible acantilado.
Sentado en la mesa, a Manu le cayeron de golpe todas la emociones y se puse a sollozar sin parar. Una señora de Idaho y su hija se acercaron, les contaron la historia, y se ofrecieron a llevarlos de vuelta a Vik por la carretera.
Ya en el auto, más tranquilos, bromeaban un poco sobre lo sucedido:
– Yo no podía dejar de escuchar en mi cabeza la canción de El Señor de Los Anillos.
– Éramos una versión mexicana muy mediocre de Sam y Frodo, región 4.
Esa noche, después de una profunda reflexión, apenas y durmieron porque los vientos nunca cesaron. A la mañana siguiente, partieron a primera hora, para no volver jamás a ese lugar.
La historia acabó bien, pero pudo no hacerlo.
Hasta la fecha Arturo sufre algunas veces de vértigo. Manu es un poco más temerario, (eufemismo de estúpido jajaja) pero lo recuerda con mucha ansiedad.
Es importante, para todos los que visiten Islandia, que no intenten realizar actividades extremas si no están debidamente equipados. Lo que Manu y Arturo hicieron nació de un espíritu aventurero, pero terminó en un riesgo innecesario. Nunca más.
Qué bueno que en esta ocasión, la vida venció a la muerte, apenas por un pelo.