Por: Anaid Díaz
Es difícil conocer a alguien que no tenga un sueño. Uno de mis anhelos más grandes era hacer ese viaje perfecto a Europa y así un día sin pensarlo compré un boleto de avión para diciembre (odio el frío), sin permiso de mi madre ni de mis jefes. Destinos: París, Roma, Florencia, Barcelona y Madrid, que amaba sin conocer, por las canciones de Sabina.
Llegó el día, 13 de diciembre. No podía creer que, con el viaje, varios sueños veían la luz: viajar sola a esas ciudades tan vistas en fotos y películas; pasar Navidad y Año Nuevo fuera de casa y en otro continente y, si todo iba bien, conocer a Joaquín Sabina. Me subí al avión con todo el nervio y la ilusión. Fue mágico escuchar al piloto decir que estábamos aterrizando en Madrid, lloré de la emoción.
Pero la primera parada fue París y aunque no entiendo ni oui, me pareció un sitio de ensueño. Subir a la cima de la Torre Eiffel, cruzar el Sena una y otra vez, toparme con la Mona Lisa, maravillarme en el Opera; descubrir que me gustan los impresionistas; rezar en Notre Dame y recordar a Luis Miguel en el video de “El Jorobado”; morirme de frío y querer regresar a casa porque el doble térmico, gorro, bufanda y guantes no eran suficientes, todo valió la pena hasta que llegue a Montmartre, en donde me enamoré de ese pueblo de artistas y de paisajes que jamás hubiera pensado ver.
Roma fue la siguiente ciudad, donde me sentí la mujer más afortunada al pedir un deseo en la Fontana di Trevi y comer todos los gelatos y pastas que se atravesaban en mi camino. Digamos que me enamoré de un par de italianos, de esos coquetos que hacen todo para conquistar a la mexicana por una tarde. El Vaticano me conmovió hasta las lágrimas, tener a La Piedad, de Miguel Ángel, me hizo rendirme a la belleza y la emoción de que algo tan bello pudo salir de un trozo de mármol.
Roma cambió el destino de mi viaje cuando puso en el camino a un peruano “bien bacán”, Luis, mochilero con los mismos anhelos de empaparse de cultura y de todo lo que sus ojos pudieran ver, igual que yo. Fue vernos y hacer click, fue encontrarnos y saber que ahora compartiríamos parte del camino europeo. ¿Quieres ir a Florencia conmigo?, le dije y respondió que sí. En el tren hablamos de Peña Nieto y Fujimori, pasando por Laura Bozo y la resurrección de Juan Gabriel.
Vimos de frente la perfección del David y lo admiramos como dos niños ante la vitrina de los gelatos, con la boca abierta. Él no podía dejar de ver la Catedral de Santa María del Fiore, que es tan impresionante que de pronto piensas que es una escenografía que tocas y se cae como piezas de dominó. Aprendimos cómo se hacen las esculturas y dijimos que yo hubiera sido la musa (como la Venus) y él el pintor (como Botticelli). Nos separamos en la Plaza Miguel Ángel con la promesa de encontrarnos pronto, más pronto de lo que creíamos.
Llegué a Barcelona y la recorrí con Sabina en los oídos, lloré de la emoción cuando vi la playa y canté “Fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto”. Digamos que en Barcelona me conocí mucho y descubrí que soy una mujer bien valiente, que me sé reír de los propios chistes que me contaba y que era plena y absolutamente feliz. Pasé la Navidad más rara, pero más maravillosa cenando con un argentino desconocido que ha viajado a Barcelona cada año desde hace cuatro.
Pero faltaba lo mejor, Madrid, Madrid, la Madrid de mis sueños, de mis canciones, películas y series, de Joaquín, de la Cibeles, Tirso de Molina, Sol, Gran vía. Ahora que lo recuerdo, el corazón me sigue latiendo a mil, la sonrisa me sale así, solita y los ojos me brillan como cuando escuché las campanadas del Año Nuevo en la Puerta del sol (…como el año que fue).
Y el destino nos sorprendió y llegó de nuevo Luis, para darnos la divertida de la vida en Toledo en donde aprendí los diferentes significados de las groserías peruanas y mexicanas, caminamos por el pueblo tan quieto poniendo el desorden con nuestros gritos de “¡Coño Micky!”, imitando las palabras y el acento español, riéndonos de todo y comiendo las palmeras con chocolate más grandes de la vida.
Pasamos juntos el Año Nuevo, formados tres horas para entrar a la plaza, comiendo uvas que le compramos a un euro y extrañando la fiesta, nuestra fiesta latina de ponche en México y chocolate caliente en Lima, pero lo sustituimos por algunas cervezas e hicimos nuestra fiesta en la mesa de un bar callejero, muertos de risa.
Pero faltaba lo mejor, la cereza del pastel, lo que hizo mi primer viaje a Europa simplemente perfecto. Hospedada en la Calle Relatores, frente al edificio que, según mis investigaciones vive Joaquín Sabina, conocí a Pablo, un trovador argentino y sabinero. Me dijo que seguramente conocería a mi ídolo y al día siguiente tocó cada una de las puertas del hostal gritando “Ana, Ana”, hasta que me encontró y me dijo “sal que está Joaquín Sabina aquí afuera”.
Mi corazón se detuvo. Tomé mi chamarra, los tenis, la carta que le escribí y salí en pijama corriendo, llorando y temblando, como cuando venían los reyes magos. Lo ví a unos 30 metros y simplemente estaba en shock. Me acerqué y lo miré fijamente con los ojos llenos de lágrimas; él se rió y me besó la mano para luego abrazarme.
Joaquín -le dije- vine desde México solo para verte, porque esperaba encontrarte, por eso me hospedé aquí.
-¡Hombre muchas gracias! Y además viniste en pijama. Me dijo con su voz ya rasposa.
Llorando como una niña le mostré el tatuaje que tengo en el hombro con la palabra “Ojalá” por su frase: “nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos” y le entregué la carta que habla de cómo su música ha sido el soundtrack de una de mis historias de amor.
Me agradeció con otro abrazo, no dejaba de abrazarme y el temblor de mi cuerpo nunca paró. Me despedí y le dije: “Gracias por cambiar mi vida flaco, ojalá que volvamos a vernos”, a lo que me respondió cantando: “ojalá que te vaya bonito”.
Y fue así como me despedí del mejor viaje, fue una aventura maravillosa que me hizo afirmar que los sueños se cumplen, con mucho trabajo y esfuerzo (a veces con un poco de suerte). Me conocí y descubrí que viajar sola fue la mejor opción porque aprendí a resolver problemas y lo mejor, a reírme de mí. ¡Conocí a Joaquín Sabina, no manchen! E hice un gran amigo que me espera en Lima y que me dijo que cada vez que me sintiera triste, viera las fotos el viaje y así se hará eterno.