Por: Semíramis Zaldívar Ramírez
Escribo estas palabras mientras camino hacia el aeropuerto, sumida en un mar de lágrimas, mocos y sollozos. Este viaje de ensueño llega a su fin, y lo peor de todo es que he perdido mi querida “cobijita” mientras caminaba hacia el autobús. Sí, he llorado en abundancia a lo largo de este viaje, pero hasta hoy, mis lágrimas eran de felicidad, satisfacción y orgullo. Ahora, la nostalgia y la tristeza me inundan.
Mi “cobijita” no era una simple bufanda; en realidad, era una enorme compañera que me servía de refugio desde hace seis años, desde mi primer viaje en solitario por Europa, específicamente en Gante, Bélgica. Cuando llegué a este lado del charco, me preguntaba cómo las chicas lograban llevar vestidos en medio de temperaturas que oscilaban entre los 6° y los 10°. La respuesta era clara: todas eran europeas y siempre tenían una gigantesca bufanda a su lado. Como no podía cambiar mi origen, decidí buscar una bufanda para mí. Aunque nunca llegué a usar un vestido en pleno invierno, esa bufanda me abrazó con su calor y suavidad desde aquel primer viaje, y lo hizo en todos los viajes posteriores, cada vez que el frío apretaba.
Jamás pensé que lloraría tanto por la pérdida de un objeto, aunque es cierto que en este viaje ya he perdido mis lentes de sol y mi cepillo para el cabello. Pero mi “cobijita” no es un objeto cualquiera; está cargada de recuerdos y experiencias. La perdí de la manera más absurda posible, en mi último día en Rouen, mientras caminaba sola por las tranquilas calles de la ciudad. No me di cuenta de cuando se deslizó de mis manos, y cuando finalmente lo hice, era demasiado tarde. Si regresaba a buscarla, perdería el autobús que me llevaría al aeropuerto de París. Así que lloré como una niña que pierde su amado objeto de consuelo. Y cuando el frío de la mañana se hizo sentir, lloré aún más, porque mi bufanda siempre me protegía del frío. Me reproché por no haberla guardado en una bolsa y por no haber sido capaz de volver por ella.
Este llanto también es una despedida a Rouen, una ciudad en la que las historias parecen repetirse una y otra vez, cargadas de alegría, amor y drama. Intento encontrar un significado en la pérdida de mi “cobijita”, como si una parte de mí debiera quedarse aquí para darme una razón para regresar una vez más, continuar las viejas historias melodramáticas y escribir nuevas aventuras llenas de alegría.
Me imagino esta escena como sacada de una película melodramática francesa: yo, caminando en la penumbra del centro histórico de Rouen, arrastrando mi maleta, con el sonido de las ruedas sobre las calles adoquinadas como única compañía. De repente, sin darme cuenta, mi “cobijita” cae al suelo, arrebatándome su calor y el aroma a perfume turco que siempre me reconfortaba. Continúo caminando, tratando de orientarme entre las calles, con mi mochila, mi bolsa de almuerzo y mi maleta llena de ropa sucia y souvenirs, pensando en todo lo que dejo atrás en esta ciudad. Sin saber que he dejado un tributo, un ancla que espera mi regreso.
Según yo, este era mi último viaje a Rouen, pero parece que aquí es imposible decir adiós de manera definitiva, solo puedo decir “hasta pronto”. Tal vez tenga que regresar un día, porque esta ciudad parece retenerme de alguna manera, como un imán que me atrae una y otra vez. Y quién sabe, quizás en mi próxima visita pueda completar mi escena de película francesa con un apasionado beso o una aventura desenfrenada. ¡Tant pis!