Por: Pedro Silveira
Algunas situaciones se graban con una profundidad tan irreparable en nuestra mente que la simple provocación de una palabra o un olor es suficiente para perdernos en su recuerdo. Creo, si se me permite, que el primer contacto con una ciudad nueva, esa experiencia ansiada, repasada de forma incansable en nuestras cabezas mientras trazamos el camino perfecto, es una de aquellas situaciones, y es el arte de viajar quien nos permite vivirla y aprehender cada uno de sus elementos.
Inmediatamente vienen a mí dos memorias que guardo con mucho cariño: la primera comienza conmigo sentado en un tren rumbo a Londres: me rodea un bosque verde que sugiere mucho frío y rápidamente se convierte en los vestigios del crecimiento industrial de la vida victoriana: hileras de casas idénticas de ladrillo rojo, todas con sus pequeñas chimeneas redondas humeando sin cesar; estaciones de tren descuidadas bajo un cielo atestado de nubes y, por supuesto, el Támesis. Stevenson aparece inexplicablemente en mis pensamientos. Cuando, después de un par de conexiones, logro salir a la ciudad, me abruma su cualidad primordial: la prisa. Nada allí te espera: ni el taxi, ni el corredor, ni las palomas, ni las puertas del tube que se cierran rápido frente a tu nariz. Miles de personas caminan por todos lados, escucho idiomas que no puedo identificar y es entonces cuando el recuerdo se torna borroso y a la vez íntimo.
La segunda es larga y comienza en la fila para entrar al aeropuerto Atatürk, en Estambul. Veo mujeres cubiertas de pies a cabeza luciendo joyas gigantes en las manos; veo hombres con largas barbas y fez con trajes coloridos que me hacen pensar en África. Dejo eso atrás y abordo un camioncito que me llevará a la salida; mientras avanzamos pienso que el aeropuerto es más grande que mi propia ciudad. Rumbo a Taksim un anciano ha dejado caer su caña en la orilla del Mármara, que extiende su azul profundo hasta el horizonte. Algunos buques negros flotan a lo lejos; aparentan ser muchos pero es en realidad su inmensidad lo que engaña a la vista. Por encima del camioncito, del anciano, del mar y de sus buques, en medio del tráfico descontrolado, se prolonga el atardecer más largo e intenso que he visto.
Durante un viaje, planear, ejecutar y tener éxito brindan un goce muy particular. Este, sin embargo, es incomparable al goce casi secreto que se obtiene al vivir (o sobrevivir) un evento no planeado. En mi última tarde en Florencia, una ciudad que hasta ese momento no me había maravillado, caminaba sin rumbo sobre la Piazza della Signoria. Repentinamente me vi rodeado por la euforia de un desfile en el que caminaban personas vestidas a la manera de hace varios siglos, con mallas amarillas, sombreros emplumados y banderines que ondeaban y lanzaban al aire. Decidí seguirlo sin saber que estaba involucrándome en la celebración del Calcio Storico, una antigua competencia florentina de fútbol llevada a cabo en un campo de arena que se monta justo afuera de la imponente Basilica di Santa Croce. A unas cuantas calles del río, frente a una de las iglesias más bellas de la ciudad, se lleva a cabo este evento brutal y significativo, me decía un americano a quien conocí mientras esperábamos nuestros respectivos vuelos de regreso.
Walter Benjamin, gran caminante, escribió, palabras más, palabras menos, que el tiempo se convierte en palacio para el viajero que ha dejado su casa atrás. Una idea tan poderosa nos coloca frente al mundo abierto y nos alienta a tomarlo entre manos: cada segundo es irrepetible y ha de ser aprovechado como más nos plazca; no se admiten errores porque es imposible errar al viajar.
Sin caer en territorio poético resulta fácil afirmar que viajar es muchas cosas: es miedo, es angustia, es largas esperas; es estar dispuesto a perderse, a convivir con mundos diametralmente opuestos al nuestro. A pesar de lo anterior, el resultado de todo esto es, probablemente, una de las cosas más bellas que se pueden experimentar: la tolerancia, el aprendizaje, las amistades entrañables que dibujan su estela en nuestro universo y los efímeros personajes que nos iluminan por apenas un instante del día, todos los paisajes increíbles, la magnitud del poder que tiene mano del hombre, para bien y para mal, y la reafirmación de que, no obstante los altibajos de la historia, donde quiera que estemos siempre vamos a encontrar almas similares a la nuestra.
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