Por: Santiago Diorio (Pollo Diorio)
Corrían las, creo que 11:30 am, (el horario me había cambiado de nuevo), y yo comenzaba mi primer paseo por París. Hacía mucho calor, mucho. Yo con mi mochila azul, casaca de Boca, los timbo, siempre cómodos para caminar, listo, por si alguna bocha quedaba de sobrepique. Y sí, una lata de Coca en la mano.
Pasé por el Musée du Louvre, aunque decidí llevarme el fiasco otro día y no entrar aún. Quería verla a ella, un ratito, la más alta durante muchos años, superada solo por la modernidad, pero incaducable. La Torre Eiffel, años de verla por foto, uno de los puntos del planeta, en mi lista, para ver, antes de morir.
Caminaba con esa progresiva aceleración que camina uno a medida que se acerca a la cancha, aunque falte para el partido. ¿Ansiedad?. No sé. En realidad iba pensando cómo disfrutar de la mejor manera ese instante en que la vería por primera vez.
Siempre que viajo acostumbro llegar a los monumentos históricos de la forma inversa a la que se los conoce en las tradicionales imágenes en internet, de manera de poder apreciar su belleza cotidiana, como lo hace quien vive en la ciudad y simplemente pasa por allí.
Busque el mejor Wi-Fi para planificar mi arribo, (porque en Europa hasta las piedras tiran Wi-Fi) y logré encontrar en mi nuevo mejor amigo, Google Maps, un camino en el que yo llegaría por una calle llamada: Rue de I’Université, hacia la Torre de forma que no la vería hasta estar casi abajo de ella. Y la encaré, sin dudas.
Mientras caminaba imaginaba ese momento en que doblaría la esquina y la vería. Inmensa, o no. No lo sé. “Debe ser altísima”, pensaba. ¿O será menos alta de lo que se ve por foto?. “Nah, no creo”. ¿Tendrá las luces ahora de día también? “No Pollo, no seas boludo,” me decía. “No subas la expectativa o no te va a sorprender”. Entonces se me ocurrió, que al superar la última pared podría salir con la cámara y filmar el momento. La cámara reflejaría mi mirada en ese momento y sería un retrato tal cual del instante en que la quise ver y tuve que subir mi mirada un poco más. ¿Y si no es tan alta y filmo el cielo?. “No creo, seguro voy a subestimar su altura y me va a maravillar. Eso va a quedar registrado en el video”.
Y llegué. Ahí estaba yo, en la esquina esperando para doblar. Listo. O no, tenía que configurar el color de la cámara. La apertura del lente. Semejante video necesita tener buena calidad. ¿Y si al doblar el sol me quema la imagen? “Acá estoy a la sombra, seguro esta configuración no me va a servir al doblar la esquina”.
Entonces pensé, quizás me convenía no filmar nada y disfrutar del momento. De todas formas podría que intente filmar y el video no quede del todo bien.
“De una que me va a quedar bien, lo voy a hacer”, dije. Voy. Ahí voy. “Voy a mirar la Torre Eiffel por primera vez en mi vida”. Entonces puse a grabar y doblé la esquina.
Yo solo miraba el visor de mi cámara y la Torre Eiffel detrás de ella. En el visor, todo blanco, quemado por el reciente ingreso de luz. Como mi vista. Y de a poco recuperaba imagen. Como mi vista. “Perfecto, está funcionando”, pensaba. Cuando se comenzaba a divisar algo yo tenía los extremos de mi sonrisa a punto de sacarme la cera de los oídos, pero entonces sucedió algo que no estaba planeado. Un dolor inmenso, instantáneo y progresivo apareció en mi tobillo derecho, detrás. La cámara no se me cayó porque la correa que me rodeaba el cuello me salvó los 350 Pounds que me salió. La Coca voló. Giré y me agarré el tobillo sin haber podido ver la Torre Eiffel. “Esto no estaba en el protocolo”.
Y ahí la ví, ¿la Torre?, no. La ví, a la culpable de que me haya salido de mi “Protocolo de Asombro en Sitios Históricos”. Una abeja, sí, una abeja estaba prendida a mi tobillo, insertando en mí su sustancia nociva, dispuesta a llevar al Pollo, en Modo Turista, a su peor versión.
Sin dudarlo le pegué un cachetazo divino que la dejó estampada contra el suelo, pero el dolor era cada vez más grande y yo no sabía qué hacer. Aún no había visto la Torre Eiffel y mi tobillo me decía que no la vería nunca. “Es la puta primera vez en mi vida que me pica una abeja”, pensé. ¿Tenía que ser ahora?.
El dolor comenzó a recorrer mi pierna, era cada vez peor. ¿Qué carajo está pasando?. Yo me seguía tomando el tobillo, con la Torre a mis espaldas y entonces ví, que había, en el lugar de los hechos, algo metido en la piel, y claro, era el aguijón. “Como la colgué”, pensé, yo sabía que las abejas te dejaban el aguijón pero por lo anonadado que estaba con la situación tardé muchísimo en sacarlo. El dolor cada vez más fuerte, y la Torre Eiffel a mi espalda pidiéndome que gire a verla.
Entonces me acordé. Me acordé de Pedro, un amigo que tengo en El Bolsón, Argentina, que es alérgico a las abejas. Una vez cuando éramos chicos yo fuí a El Bolsón y antes de una caminata por el Cerro Piltriquitron me mostró de su mochila una jeringa con, supongo que algo así como un decadrón o algún otro corticoide, y me explicó que debía inyectarla si llegara a picarle una abeja, porque sino el moriría en cuestión de 4 o 5 minutos. Esto, por supuesto, generó una gran conmoción en mí. A mi nunca me había picado una abeja. Y le pregunté: “¿Cómo sabés que sos alérgico a las abejas?. Entonces me explicó que cuando tenía tres o cuatro años una abeja lo picó y comenzó a ahogarse porque la alergia logra inflamar, no solo la zona afectada, sino también las fosas nasales y la laringe. Me dijo que se salvó porque lo llevaron en minutos a un hospital donde lo inyectaron, pero que si hubiese estado lejos del pueblo no se salvaba. Desde entonces andaba para todos lados, por orden médica, con una jeringa en la mochila.
“¿Seré alérgico a las abejas?”. Pensé. No había hospitales cerca, o que yo sepa no había pasado por ninguno, y lo peor de todo es que no sabía hablar ni Francés, ni Inglés. “¿Cómo se dice Abeja en inglés?”. Mientras, detrás de mí, la Torre Eiffel me decía: “Pollooo, mírame, puede que cuando decidas mirar ya no esté aquí”. Pero yo preocupado porque no quería morir. Bueno, si quería verla antes de morir, pero no quería morir justo después de verla. Me acordé de un frasco de miel, de la casa de Oscar, donde me hospedé en Londres, que decía: “Honey”. Pero luego imaginé que eso significaba “Miel” y no abeja.
Fue entonces, cuando logré determinar que estaba perdiendo mi intuición y mi capacidad de resolución de problemas. Eso me preocupó más, y la pierna no dejaba de doler. Saqué mi celular y escribí en el traductor: “Ayuda me picó una abeja necesito un hospital soy alérgico” y me dió como resultado: “Help stung by a bee I need a hospital I’m allergic”. Entonces capturé la pantalla para tenerlo a mano y la Torre Eiffel atrás se dirigía a mí de nuevo: “Pollooo, me iré a dormir la siesta, tu me avisas cuando decidás virar”. Pero yo, sin saber porque la Torre me hablaba en neutro, peleaba por mi vida. Sentía un dolor muy fuerte en mi pierna.
Comencé a pensar que, quizás, ya habían pasado algunos minutos, o no sé, quizás había sido la percepción de todo lo que había pensado en tan poco tiempo. Controlé mi respiración. Estaba algo agitado, pero no sabía si era por la situación o porque mis fosas nasales comenzaban a estrecharse.
Me calmé, respiré de nuevo. No parecía tener problemas para respirar. Y en ese momento lo entendí. Realmente lo entendí: “No tenía que filmar”.
Hacía algunas semanas, me habían hecho entender que, a veces, algunas cosas no suceden por casualidad. Yo no lo creía así, pero lo llegué a comprender. Esto era otro ejemplo. La naturaleza es sabia. ¿Cómo una persona va a pretender impunemente filmar con su cámara la primera vez que va a ver un monumento histórico como la Torre Eiffel?. Tenía sentido.
Entonces me tranquilicé mucho más, y respiré de nuevo. Respiraba de forma normal. No había problemas. En ese momento me dije: “No soy alérgico a las abejas”. Entonces guardé mi celular, con mi mensaje de socorro, también mi cámara. La culpable de la situación. Y me paré. Cerré los ojos y me dispuse a hacerlo: Giré y abrí los ojos.
Ahí estaba ella, justo antes de irse a dormir la siesta. Para mí, para que yo la viera, y tantos otros, desde hace tantos años. Por supuesto, subestimé su altura y tuve que subir la mirada un poco más. Ya la pierna me dolía un poco menos. “Faaaaaaaa”. Era increíble, enorme, hermosa. Unos árboles me detenían el resplandor del sol para que yo la viera, a ella, totalmente iluminada y con buena nitidez. La imágen no estaba quemada. La veía en HD, o en 4K, o más. Se veía muy bien y yo no podía dejar de mirarla.
En ese momento comprendí, que la abeja no quería matarme. Quería morir, por mí, y no buscando que yo le pegara, sino porque moriría de todas formas, al picarme, para que yo entendiera, que hay cosas en la vida que no se planifican, solo hay que animarse a mirar.
Pollo Diorio