Por: Gabriela Filgueira
De chica esperaba ansiosa los días jueves. El diarero me traía los fascículos que iban armando la enciclopedia de tapas en tonos marrones y dorados de “Historia Antigua” y el sueño estaba puesto en Grecia y Egipto, que además era lo único ancestral que existía para la historia que nos enseñaban en la escuela…
El Covid y sus transmisiones y reuniones virtuales atacaron mi computadora. A diferencia de los humanos, un disco rígido se reemplaza. El intensivista informático me entrega en un dispositivo los archivos recuperados a fuerza de un respirador virtual para que me encargue de su rehabilitación. Del arcón de los recuerdos digitales aparece “Perú 2011”. Miro a ver de qué se trata y cuántos kilos pasaron.
Encuentro al hoy pre adolescente Samuel Ignacio siendo un bebé, sentado con sus piernitas gordas sobre mis rodillas; una foto tomada desde un avión y una carpeta llamada “Huaca Pucllana” con cuatro fotos desastrosas disparadas desde la ventana de un bus. Se trataba de un sitio que no sabía que era, pero que como era histórico merecía una foto. Además de tener el gracioso (para mí), nombre de “huaca” servía de punto de trasbordo para una excursión turística.
Rezagada asoma otra carpetita llamada “Pachacamac” y al abrirla esta foto que detonó mi carcajada.
Aparezco tocando unos muros con carterita y zapatitos (chatos, eso sí) al tono para recorrer las desérticas ruinas. Al momento de esa foto ni siquiera sabía que eran ruinas, es más ni siquiera sabía que había “ruinas” en Lima y menos un desierto. Lo único que tenía claro era que simplemente me iba a una excursión mientras esperaba viajar al Cuzco, donde estaba la verdad y la cosa importante. Dos días antes me había subido a un avión en Buenos Aires para conocer el Machu Picchu, – pronunciado hasta ese momento “Machu Pichu” sin el “picc “ casi ajotado del medio, con la idea de que éste, era un lugar que “había” que visitar antes de morir y que, -tomando la frase que quedó como célebre entre quien hoy es mi mejor amiga en el Perú-, “tres días en Cuzco son suficientes”
Si me había enterado sobre culturas ancestrales en el continente que habito, sólo había sido a través del cuarto de página del libro de 4º año de historia del secundario en el cual con una ilustración de una pintura -que ocupaba los otros tres cuartos de la hoja-, se mencionaba en dos párrafos que habían existido Mayas e Incas en México y Perú.
En Argentina habíamos aprendido que sólo había habido (en pretérito pluscuanperfecto) “indios” pero sin cultura ancestral. Sólo eran “indios. En las clases de gimnasia del colegio primario existían dos equipos: los Tehuelches con insignia roja, al que pertenecía, y los verdes : los Diaguitas. El profesor de educación física al menos nos había incorporado esas palabras al vocabulario, pero eran “indios” sin historia, cultura y sin país. Para la Universidad, en cambio la historia tanto argentina como latinoamericana, parecía haberse iniciado y continuado con el peronismo, ni siquiera con la Revolución de mayo.
En aquel abril de 2011 no sabía ni a dónde iba, ni a dónde me llevaban, ni dónde estaba parada. Me enteré ahí a los ponchazos y vestidita casual como para salir a tomar un café con amigas un domingo a la mañana, que estaba caminando por un lugar ancestral lleno de polvo del desierto ocupado por los Incas en un momento pero también, por tres culturas anteriores. ¿Pero cómo,… existían anteriores?
Años más tarde, me sentí identificada con el cocinero español Ferrán Adriá que en un fragmento del documental “Perú Sabe” subido al mirador del lujoso tren Hiran Bingham y a punto de partir al MAPI dice: “vamos a conocer los orígenes” y el chef Gastón Acurio le responde, “ vamos a conocer el final”
Mis zapatitos verdes se llenaron de tierra aquella vez mientras mi cara se transformaba por el asombro de ver y escuchar. Entre otras cosas, me mostraron el busto de un arqueólogo llamado Julio C Tello al que le tomé una foto porque era igual a un político argentino (uno de aquellos tantos presidentes que tuvimos en menos de 10 días allá por el 2001) y porque me dijeron que era el padre de la arqueología peruana.
En los siguientes “tres suficientes” días viajé al Cuzco, para enterarme que había un Valle Sagrado, un Sacsayhuaman, un Piscac, un Ollantaytambo que me deslumbró por su arquitectura y una ciudad maravillosa en la que casi no estuve. Me llené de palabras desconocidas como Tawantinsuyo, Ayllus, Curacas y de otras que indicaban antecedentes más desconocidos aún: Moches, Chimúes, Waris, Chachapoyas, más miles de etcéteras y que Nazca ya no era una Avenida en el Barrio de Flores en Bs. As. donde se podía comprar ropa barata.
Luego de una totalidad de “suficientes” seis días entre uno y otro lado, volví con una mochila llena de libros de Kauffmann Doig, Rostowrowsky y Luis Lumbreras para leer, investigar y para sin pensarlo, sacar un nuevo pasaje que daba inicio a una historia de insuficientes días que hasta hoy -pandemia mediante-, perdura . Diez años absorbiendo las culturas precolombinas me hicieron dar cuenta que de haber nacido en el país correcto hoy sería arqueóloga y a pesar de muchas contrariedades tercer mundistas, estaría feliz sentada en la tierra con un pincelito y mucha paciencia cepillando piezas emergentes e inyectando agua destilada en los muros.
Tuve la suerte de volver a Pachacamac tres veces , y con la vestimenta digna, léase pantalones cargo y zapatillas treckeras. Alguna vez fui por las mías; otra con Milton, Rita y Vidalia (modelo y la única disculpada del caso), ya que cada dos tramos le quitábamos sus zapatillas para ponerle tacones y vestirla sobre su short con un hermoso vestido rojo que contrastaba con el terracota de los recintos y flameaba con el aire del Pacífico para que Milton lograra unas fotos bellísimas .
La última visita a Pachacamac la hice hace unos tres años de la mano del maestro de la arquitectura Adolfo Córdova (uno de mis jóvenes amigos peruanos que pasan los 90), Bety, su esposa y mi amiga Yenny. Esa visita ya no fue de las comunes, nos recibieron Denisse, directora del Sitio y Carmen Rosa, directora arquitectónica del nuevo museo premiado y diseñado por Patricia Llosa y Rodolfo Cortegana. Privilegio total, éxtasis.
Hace pocos días terminé un curso sobre Gestión de Caminos Incas con una clase magistral a cargo de Denisse y Carmen Rosa. Algunos de ellos por cuestiones laborales, hoy forman parte de mi lista de contactos de whatsapp algo inimaginable para aquella “yo” de carterita, zapatitos verdes y pashmina haciendo juego que sólo se iba de excursión en un caluroso día del abril limeño.
El día que escriba mi libro de crónicas de viaje se llamará “Tres días son suficientes, diez años no” y por supuesto, será dedicado a mi amiga Jackie.