Por: Luis
El 17 de mayo de 2011, me diagnosticaron cáncer. Esa palabra, muchas veces la dimensionamos como el final del viaje.
Con dos hijas, una de 16 y otra de 15, la noticia se volvía más trágica.
Sin embargo, en una terapia a los pocos días de la novedad, el 25 de mayo, mi psicólogo Adrian, después de dos horas de la sesión más intensa de toda mi vida y antes de cruzar la puerta para irme del consultorio, me dijo: Luis, te puedo hacer una pregunta antes de que te vayas?: ¿por qué le regalaste tu vida a una enfermedad?.
Esa pregunta cambió mi manera de comenzar el duro proceso de la quimioterapia. Fueron siete meses difíciles, pero sin embargo me aferré a un objetivo: el próximo año viajaría a Europa con mis hijas; los tres nos lo merecíamos.
Y así fue, en diciembre terminé la quimioterapia y el 4 de junio de 2012 partimos desde Ezeiza a Barcelona. Siempre voy a sostener que eso fue un milagro y por eso mismo, al día siguiente de nuestra llegada, nos subimos al Seat Ibiza negro que habíamos alquilado y nos fuimos a Lourdes, en Francia; previa parada a comer una pizza en Toulouse.
Lourdes es un pueblo hermoso, con su río caudaloso, los peregrinos con sus súplicas y agradecimientos inundando las calles y nosotros tres ahí, parados debajo de la gruta, acariciando las paredes, sin saber cómo agradecer estar vivos.
A partir de ahí, iniciamos una aventura que nos llevó por París, Ámsterdam, Frankfurt, Venecia, Roma, Florencia, Sorrento, Génova, Portofino, Niza, Figueras y vuelta a Barcelona.
Siempre tuvimos los tres una conexión particular, pero ese viaje nos llevó a otra dimensión.
Un viaje se convirtió en el momento más trascendente en la relación de un padre con sus hijas. Un viaje fue la manera de festejar que estábamos vivos. Un viaje es el recuerdo más extraordinario de mi vida. Quizás sea por eso que me siento revivir cuando planifico el próximo viaje. Quizás sea por eso que siempre tengo la necesidad de viajar. Quizás sea por eso que cuando viajo estoy más vivo que nunca. Les mando un cariño.