Por: Santiago Rosa
Era comienzo de 2011 y la situación en Egipto no era muy estable que digamos. Por esos días, la dictadura de casi 30 años de Hosni Mubarak se veía amenazada por las continuas protestas y movimientos de los civiles.
Yo, todavía joven e inexperto, me aventuré a cruzar el mar desde Grecia a Egipto, desviándome de mi Eurotrip y vencido por la curiosidad de conocer las pirámides, templos y la cultura de este país tan rico. Desconocía totalmente la situación política del país.
Pasé mis primeros 5 días en El Cairo, donde raramente vi protestas o actividad inusual. Pude conocer las pirámides, los mercados, los museos con total tranquilidad. La gente que conocí fue de las más receptivas que he visto en todos mis viajes. Mis planes no eran muy claros; solo sabía que iría en tren a Alejandría a pasar 1 día, y luego tendría que ponerme a buscar mi próximo destino.
Luego de un día en esta mítica ciudad, me dispuse a cenar en el área común de mi alojamiento (un híbrido entre hostel y hotel) donde me puse a conversar con 2 viajeros de Canadá y Estados Unidos. Esa misma noche se dirigían a Siwa, un oasis en el extremo oeste del país, lleno de historias sobre Alejandro Magno, Nazis y mucho más. No tardaron mucho en convencerme de tomar mi mochila y dirigirme junto a ellos esa misma noche a este lugar desconocido por mí hasta ahora.
Siwa nos ofreció experiencias increíbles, no solo por la belleza de su gente y su vastedad, si no porque éramos los únicos turistas en ese momento. Los días transcurrieron comiendo deliciosos dátiles, aceitunas y andando por toda su extensión con nuestras bicicletas alquiladas.
Pero al final de nuestra estadía comenzamos a oir las noticias que llegaban de El Cairo sobre extranjeros siendo deportados debido a la frágil situación política y social del país.
Con miedo a que nuestro viaje, nuestro sueño sea abruptamente interrumpido, tomamos un ómnibus hasta la capital ya con otro pasaje para ese mismo día, horas después, hacia la península de Sinaí. Específicamente a la ciudad de Dahab.
Dahab parecía estar viviendo otra realidad, alejada de la ciudad más importante, todo el mundo continuaba con un espíritu relajado, practicando buceo, nadando entre corales en el ameno clima de invierno. Aprovechamos para parar allí unos 10 días hasta ver cómo evolucionaba la situación. Pero solo empeoró. Cada vez se sentía más la presión en los locales, había más controles militares y más estrictos y se escuchaban historias de viajeros siendo deportados a toda hora.
Para evitar que el pueblo organizara más protestas, el gobierno decidió cortar el acceso a internet, limitar las líneas telefónicas y parar la transmisión de algunos canales de TV.
Casi por 2 semanas estuvimos incomunicados con nuestras familias. Mi compañero de viaje estadounidense decidió volver a El Cairo para encontrar a sus amigos, donde fue deportado al llegar a la terminal.
En ese momento decidí partir hacia Israel. Conocí a una chica Israelí que vivía en Nueva Zelanda pero que había crecido allí y se dispuso a ayudarme a entrar al país y hacerme llegar a Tel Aviv o Jerusalem. Nuestro ómnibus sufrió exhaustivos controles, y más todavía nosotros porque ella era israelí y estas dos naciones no son específicamente amigas.
Horas de tensión cruzando la frontera (¡hasta tuvimos que pasar escondidos debajo de los asientos en un control militar!) para finalmente llegar a Eilat, sanos y salvos, donde la aventura no terminaría.
Mi economía no estaba lista para pasar varios días en un país tan caro como lo es Israel respecto de Egipto, por lo cual mi amiga me dejó alojarme dentro del Kibutz donde ella había crecido, ver cómo vivían, conocer a sus amigos de la infancia, ver cómo producían sus productos (¡Suerte la mía que producían leche chocolatada!). ¡Una experiencia única!
Y finalmente seguí camino, ya más tranquilo por Israel, donde iba a tener que trabajar como ayudante de construcción en la ciudad vieja de Jerusalem, hitchhike en el medio del desierto y me enfermaría en Tel Aviv… ¡pero eso ya es para otra historia!
¡Saludos y nunca dejen de viajar!