Por: Andrea Landeros.
Ig. Andreamonse01
Tw @AndreaMonseL
Cuando decimos “cuidado con lo que pides, porque se puede hacer realidad” no alcanzamos a ver qué tan reales pueden ser nuestros deseos. Navegando por internet, no sé cuándo ni dónde, me topé con la montaña de siete colores, en cuanto la vi pensé “¡quiero ir!”, sin imaginar todo lo que se tiene que caminar para llegar ahí.
Casi recién aterrizada de mi primer viaje fuera de México me invitaron a Perú, confieso que lo pensé mucho por la cuestión económica, pero haciendo cuentas y apretando un poco el cinturón las cosas se fueron dando y los planes se estaban armando.
– No me importa que dejemos fuera del itinerario algunos lugares bonitos, quiero ir a la montaña de siete colores, sí o sí.
Fueron mis (sutiles) “peticiones” al organizador del viaje; pasara lo que pasara, tenía que ir. Hasta este punto, no alcanzaba a ver lo que pedía.
La fecha del viaje llegó, los nervios, la emoción y un montón de expectativas ya estaban en la maleta (debí llevar más ropa abrigadora, por cierto). Aterrizamos en Lima un martes de octubre a las 4 de la tarde; la capital peruana nos recibió con aire frío y muchísimo tráfico, “la hora punta” le llaman ahí, justo cuando todos salen de trabajar y regresan a casa.
Un par de días después tomamos un vuelo a Cusco, situada en la cordillera de los Andes ,a poco más de tres mil metros de altura sobre el nivel del mar; por la altura, se dice que consumir coca en cualquier presentación (dulces, té, natural u otros), puede disminuir los síntomas de mareo o náuseas. La ciudad de la bandera colorida nos recibió con tráfico, no tanto como Lima, pero lo fuimos ignorando mientras nos adentrábamos en sus calles empedradas y entre sus construcciones pueblerinas mezcladas con algunos restos de arquitectura inca, “es como un pueblo mágico de México, pero más grande”, pensé.
Cusco es considerada la “capital histórica del Perú”, ya que cuenta con una impresionante herencia histórica y arquitectónica de la cultura inca, la cual sirvió como centro político, religioso y administrativo de aquella época. Está rodeado de valles y cuenta con una gran variedad territorial, como naturales cordilleras y relieves; mirar a cualquier lado, es garantía de encontrar un hermosa postal de aquella ciudad.
Caminar en las callejuelas de Cusco es perderse en un laberinto de historia y construcciones clásicas; es ver grupos de 2 a 4 cusqueñas, ataviadas con la ropa típica de la región, paseando una llama o alpaca con su cría y ofreciéndolas por un pago voluntario para la foto del recuerdo; es encontrar artesanos locales vendiendo desde pequeños artículos alusivos a la zona, hasta hermosas prendas de vestir, tejidas en algún poblado cercano.
Sigamos con la aventura a la Montaña de Siete Colores. Un taxi pasó por nosotros al hotel a las 4.30 de la mañana, nos sacó del centro de Cusco, hasta un lugar donde esperaba ya un autobús lleno de turistas dormidos; tras poco más de dos horas de camino llegamos a Chillca, ahí nos detuvimos a desayunar: té de coca, huevo y pan con mantequilla y mermelada (cabe mencionar que en Perú me hice fan del pan con mantequilla y mermelada). Paramos por 40 minutos, Hernán, el guía, nos dio indicaciones: no tomar medicamentos en la montaña ni caminar rápido durante la subida; podíamos llevar dulces, agua y coca por si nos agotábamos; avisarle de cualquier malestar, dolor de cabeza o mareo, para que él nos auxiliara con productos naturales de la zona (aceite de hiervas y alcohol, principalmente), permanecer en la punta de la montaña por 30 minutos máximo (la altura podía afectarnos la presión sanguínea), subir en grupo, llevar ropa abrigadora y cómoda, entre otras cosas.
Regresamos al autobús, el cuál tomó un camino estrecho y terroso, entre altas montañas que dejaban ver algunos tonos de verde y algunas llamas y alpacas mostrando sus habilidades en las alturas. Ya iba ansiosa, estábamos muy cerca de la Montaña Arcoiris.
Pasaron 20 minutos, llegamos a un espacio amplio y habilitado por los lugareños como estacionamiento, descendimos del autobús y Hernán repartió algunos palos de escoba disfrazados de bastones y dio las últimas indicaciones, “si alguien no quiere caminar, puede rentar un caballo”, dijo, por 60 soles te subían y bajaban a la montaña en caballo, y si sólo querías subir, el viaje era por 30.
Vinicunca o Winicunca, llamada también Montaña Arcoiris (para los lugareños Cerro Colorado), es una montaña del Perú con una altitud de 5.200 m.s.n.m. y le debe su increíble coloración a la riqueza de minerales que alberga su suelo. Está situada en el camino al Nevado Ausangate, en los Andes del Perú, Región Cusco, provincia de Quispicanchis.
Estábamos en Pitumarca, a 4350 m.s.n.m y el mirador más alto (el objetivo) estaba a 6 kilómetros de distancia. A las 7.30 iniciamos la caminata. Cruzamos la entrada oficial del parque Winicunca, una pequeña cabaña con anuncios y un par de sanitarios portátiles que le caían perfecto a algunos turistas.
El aire frío soplaba fuerte y aunque en algún momento tuve que usar mis 4 capas de ropa para el frío, con la caminata tuve que eliminar algunas en el camino.
Nunca había visto tantas montañas ni tantas llamas y alpacas como en Vinicunca. Las postales que se ven ahí nunca son suficientes. Enormes cordilleras rodean el lugar y las nubes dan un toque especial. Para donde mires, los colores y las sensaciones son diferentes.
El primer par de kilómetros de caminata fueron de los más complicados, pues tienen una de las subidas más pesadas y en la que muchos rentan caballo, pensando que falta más de la mitad del camino; sí, hay caballos en renta durante todo el camino, así como algunas “tienditas” improvisadas (mujeres en rodillas con algunos productos energetizantes sobre el piso), donde puedes comprar desde coca en bolsita, hasta una cusqueña (cerveza) para “aguantar la subida”.
Más de una vez consideré rentar un caballo; sí, la subida y la altura son mucho más complicadas de lo que pensé, y en varias ocasiones tuve que utilizar mis provisiones (palanquetas de cacahuate, alegrías de amaranto y dulces de coca) para seguir caminando. No es tan horrible como se lee, la verdad es que el cansancio se olvida cuando te detienes y observas lo imponente y hermosa que es la naturaleza.
Mis compañeros de viaje rentaron caballos, así que caminé un rato con el guía, quien me contó algunos percances que han tenido algunos turistas con la altura (ese tema es muy recurrente en este lugar) y cómo es que llegó, hacía tres meses, a trabajar ahí.
Con la caminata el frío disminuye, y cuando menos lo esperas estás a 4800 metros sobre el nivel del mar, faltaba poco. Seguía subiendo, periódicamente me detenía, tomaba fotos, descansaba un poco y continuaba. El bastón que me dio Hernán al llegar sí fue de gran apoyo, literal.
Llegué a los 5009 m.s.n.m y al primer mirador, faltaban poco más de 100 metros para llegar al objetivo, sentía que no podía subir más. Nunca imaginé que me cansaría tanto. Por un momento consideré quedarme ahí y hacer las mejores tomas posibles de la montaña. Comí una barrita de cereales, respiré y admiré la majestuosidad que la naturaleza nos brindaba en ese lugar.
Una parte de mí decía que ya no podía subir más y la otra me recordó todo lo que pasé para llegar ahí y que no era suficiente quedarme con un “casi” lo logré. Así que subí un poco más. El aire frío pegaba más fuerte, me tapé con todo lo que llevaba, y algunos guías decían que se acercaba la lluvia, yo no veía por dónde y creí que era una técnica para juntar a sus grupos y retirarse del lugar.
Me costó mucho la última subida, pero cuando llegué a la cima supe que todo tenía un por qué. La vista desde ahí era increíble. La montaña se veía aún más espectacular y al otro lado estaba el nevado Ausangate, la quinta montaña más alta de Perú, con 6372 m.s.n.m., llena de nieve y escondida entre las nubes.
Una vez regulada la respiración tomamos algunas fotos y videos; el aire es tan fuerte que no se escucha otra cosa, pero en un lugar como ese, no es necesario escuchar nada, sólo contemplar y disfrutar el espectáculo natural.
Hernán juntó al grupo y empezamos el regreso al autobús. Nada podía arruinar este día lleno de postales espectaculares y momentos increíbles, ¡nada!
Mientras caminábamos intercambiamos impresiones del lugar, la subida, las postales, el frío, la gente, los caballos, el cielo, los colores, el aire, las provisiones, el cansancio, las fotos… ¿la lluvia? Al parecer no era un rumor y es que frente a nosotros, aparentemente sobre el estacionamiento, se veía una gran nube en acción. Parecía inofensiva, pero para no adivinar (y sufrir), me cambié de ropa y saqué el impermeable.
Avanzamos y lo que pensamos que sería una granizada nos sorprendió como una lluvia de agua nieve. Eran pequeñas gotas congeladas las que caían sin cesar, en poco menos de 30 minutos, todo lo que veíamos alrededor (y lo que unas horas atrás tenía tonos ocre) estaba cubierto de nieve y nos regalaba diferentes tonos de blanco. ¡Qué impresionante! La naturaleza nunca deja de maravillarnos con sus espectáculos.
Obvio el frío aumentó, pero nada minimizaba ese momento. Disfrutando y avanzando, ¡ja! Las manos ya no me dieron para sacar la cámara, pero hice algunas tomas y videos con el móvil (¡bendita tecnología!). Las llamas y alpacas, en su hábitat, nos veían como bichos raros al huir de las bajas temperaturas. Al llegar a las cabañas de la entrada ya había cesado la caída de nieve, ya no se sentía tanto frío; insisto, nada podría arruinar este día lleno de postales espectaculares.
La montaña de siete colores, Vinicunca, me ha regalado una de las mejores experiencias y lecciones de la vida. Siempre se puede dar “un poco más”, es justo ahí donde encontramos lo extraordinario.