Por: Ignacio González
Por mucho que le pedimos al taxista que acelerara para que no perdiéramos el tren de Lyon a París, lo inevitable sucedió y tuvimos que comprar boletos nuevos; nota mental: no subirse a taxis que tienen por chofer a alguien claramente de avanzada edad, al menos no cuando se lleva prisa. La urgencia se debía a que teníamos una reservación en un restaurante en París, reserva que tuve que cambiar para un día después cuando ya era evidente que no lograríamos llegar a tiempo, hacer un poco la llorona y decir que veníamos desde México ayudó a lograr el cambio.
París tiene opciones para todos los presupuestos y gustos, desde las lamentables trampas de turista que abundan en destinos tan concurridos como éste, hasta pequeños bistrós y brasseries que frecuenta una clientela muy local y son un poco lo que todos tenemos en mente cuando pensamos en comida francesa, así como los grandes restaurantes de 3 estrellas Michelin por los que la ciudad se ha ganado la fama de destino gastronómico.
A mí me gusta empezar el día con un croissant y un café allongé (porque a mí el espresso tan en la mañana no me sienta muy bien), así que medio dormidos aún nos dirigimos a Du pain et des ideés, una panadería relativamente nueva, abierta a principios de los 2000 en un edificio de finales de 1800, que ofrece el mejor croissant que yo haya comido en la ciudad, mantequilloso, increíblemente suave por dentro, lo partes y tiene esas incontables capas que ya anuncian que estará tan bueno que es mejor comprar dos de una vez, para no volverse a formar.
Lo único malo de esta fabulosa panadería es que no venden café, pero lo bueno es que Télescope, una pequeña cafetería que trabaja con tuestes escandinavos, no está tan lejos, y si uno hace el camino a pie, que claramente vale la pena porque se trata de París, hasta se abre un poco el apetito. Por supuesto que es lo que hicimos, vale la pena probar las dos o tres opciones que tienen para desayunar algo ligero, en nuestro caso fue un toast de aguacate y un bowl de frutas con yogurt, y otro croissant, solo para comprobar que el primero fue el mejor.
Creo que mi comida favorita durante los viajes es el lunch, en parte porque puedes dedicarle las horas que quieras a este momento del día, y pocas cosas me parecen tan satisfactorias como sentarme a la mesa después de una mañana de recorrer calles bajo el sol y pedir una copa de vino blanco o una cerveza helada, es un pedacito del paraíso. Sobre todo cuando a esa copa la acompaña algún bocado. Francamente no recuerdo los pormenores de la mañana, seguramente fuimos a algún museo, o a algunas tiendas, pero lo que sí recuerdo es el lunch de ese día. Pavillon Ledoyen es un edificio antiquísimo, de finales de 1700 por el que pasaron toda clase de personalidades francesas, pintores como Degas y escritores como Zola por ejemplo, incluso se rumora que aquí fue donde Napoleón conoció a Josefina. Con los años cambió muchas veces de dueño; desde el 2014 Yannick Alléno tomó las riendas de las cocinas de este emblemático restaurante francés y le ha devuelto el brillo de antaño.
Alléno se encuentra dentro de los jardines de Champs-Élysées, y eso lo hace perfecto para el lunch, la caminata por Campos Elíseos en un día soleado es maravillosa y te predispone para una gran experiencia. Para nosotros fue como comer en uno de los salones de Versalles; entramos al salón en donde está el restaurante y todo es elegancia y refinamiento, la luz que entra por los ventanales no hace más que acentuar todo esto, los tapices en las paredes, los techos altos, los manteles blancos en la mesa, la vista a los jardines.
Después de los amuse-bouche, que fueron diversos y variados, algunos eran bocadillos a base de fresa o melocotón, otros de alcachofa, todos ideales para abrir el apetito, pedimos la entrada que fue una especie de mille-feuille que más bien asemejaba una tarta salada, el centro de la tarta era langosta, y toda la parte superior era caviar, unas hojuelas de oro decoraban todo. Increíble. De sabor sutil y elegante, no es un plato que asalte la boca con sabores potentes, sino todo lo contrario, es delicado aunque no débil, untuoso en la boca por la preparación de la langosta, delicioso.
De los platos fuertes lamentablemente olvidé probar uno, así que solo les puedo contar sobre el mío. Una de mis comfort foods preferidas son los cortes acompañados de papas fritas, así que cuando vi en el menú de lunch Wagyu con papas, por supuesto que me abalancé sobre la opción. La carne de Wagyu es mucho más marmoleada que la res normal, pero esa grasa con el calor se derrite y le da un sabor y textura a la carne que en lo personal encuentro adictivos, además, debajo de la carne había una salsa hecha con la misma grasa del corte, echalotes, vino reducido y seguramente muchos ingredientes más que no se alcanzan a descifrar, pero que en conjunto contribuían dándole a la carne aún más sabor a la vez que una ligerísima acidez, que no viene nada mal para cortar tanta grasa.
Después llegó el último tramo, los postres. Para limpiar el paladar nos llevaron fresa en distintas preparaciones, en un tipo de gel, en gomita, en una bebida, todo en una paleta de colores muy rosas y muy estética, un pre postre ligero y refrescante. Lo último fue una tarta de manzana, solo que en vez de usar masa usan la misma manzana, de la cual hacen tiras largas que van enrollando sobre sí mismas, de forma que al final queda un rollo que no tiene nada de masa, el resultado es más ligero y con más énfasis en la fruta, además, por si realmente se extraña la parte de la masa, traía unas pequeñas bolitas de un crumble. Esto y un café fueron un final perfecto.
El resto de la semana nos dedicamos a seguir comiendo, en su mayoría en pequeños bistrós, pero sobre eso ya les contaré posteriormente, es lo malo de París, hay mucho que comer y contar.
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