Como muchos otros turistas que visitan París, caí ante el hechizero encanto de asisitir a uno de los cabarets más famosos del mundo. Aquel que inmortalizó Toulouse Lautrec en sus cuadros y que permea en la memoria colectiva gracias a la atinadísima y majestuosa película que lleva por título su nombre.
Con boleto en mano crucé las puertas del Molino Rojo. Qué rojo! Tan rojo como los telones del teatro de la ópera de París, tan rojo como el labial de las bailarinas de Can Can y tan rojo como la sangre que expulsa de sus pulmones la enfermiza Satine interpretada por Nicole Kidman y a la cuál sabía de antemano era inútil buscar en aquel lugar.
Una vez el amable mesero me hubo acompañado a mi humilde mesa, dicho sea de paso en la última fila del lado izquierdo actor. Suspiré y aguardé a que comenzara el espectáculo sin saber qué esperar. Algunas amistades habían asistido anteriormente a tan famoso salón de baile y no habían tenído la mejor de las opiniones.
Con un deseo secreto de ver un espectáculo decadente y vulgar, me serví una copa de champagne. Se acercaba la hora de inicio. Probablemente la reputación de ese lugar había cambiado gracias a la película y lo que vería estaba muy lejano de ser lo que realmente inspiró tantas historias.
Tenía razón.
Una vez el telón arriba todo era siglo XXI. Un impresionante espectáculo con comediantes, cantantes, acróbatas y un ejército de bailarines que parecían desbordar el escenario llenó de forma explosiva aquel legendario lugar al ritmo de extrañas canciones (no tan siglo XXI) adornados con espectaculares vestuarios para los que cuales habrá sido necesario desplumar a medio Costa Rica.
Brillos, brillos, piedras, plumas, tangas y ningún brassier cubrian los cuerpos de francesas (quiero yo creer) de cuerpos esculturales o por lo menos así lo parecían una vez enpalaustrados con la artillería teatral. Las sonrisas y la coquetería sobrepasaban las aptitudes de aquellas mortales disfrazadas de afroditas, diosas africanas y asiáticas que nos envolvían en sus contoneos tramposos y seductores.
Los números de circo o variedad por así llamarlos fueron por demás sorprendentes, destacando un talentoso ventrilocuo que de alguna manera y sin engaño a la vista hizo hablar a su perro French Puddle como si de un gran conversador se tratara. Cómo lo hizo? Habrá que preguntarle al diablo pues seguro es él el único que conoce respuesta.
Con toda la parafernalia extravagante que se desarrolló el espectáculo sí que sucedió un fenómeno por demás curioso querido lector y que me hizo sentir en aquellos años en que el cabaret y los salones de baile parisinos fueron creados. Aquellos vestuarios que se encendían cual árbol de navidad, aquella enorme piscina transparente que surgió del escenario con cuatro gigantescos pitones vivos para darle la bienvenida a una desnuda ejecutante de danzas exóticas uniéndose en pax-de-deux humano-animal. Sí que me robaron mas de un Oh! proclamado desde el punto más profundo de mi asombro. Esos comediantes que caben en una maleta de mano sí que me robaron una risa genuina y atemporal. Porque la diversión no conoce décadas y el asombro no tiene siglo. Porque quizá el Mouling Rouge no vio en aquellos ayeres esos vestuarios electrificados ni esa piscina surgir del escenario. Pero el asombro y las risas de quienes lo visitaron antaño se me antojan exactamente iguales, fielmente genuinas y a los mismos decibeles.
Entonces olvidé a Nicole Kidman, Ewan McGregror y Bazz Lurman y me adentré en mi propia historia. En una donde nada es igual pero tampoco distinto. Donde no hay que vivir de ayeres si no atesorar el presente para que tenga futuro.
Yo fui en año nuevo y lo que se dice es que las bailarinas en su mayoría son Rusas 🙂 genial tu página Alan saludos
que padre haber podido estar ahí.
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4.5