Durante nuestro viaje a Monterrey, mi madre Patricia y yo comimos hasta el hartazgo, visitamos lugares increíbles y hasta corrimos un medio maratón.
– “Me la pasé súper”. Fue el tierno whatsapp que me envió mi mamá al terminar nuestra aventura.
Highlights:
¿Qué visitar?
Macroplaza, Museo de Arte Contemporáneo, Paseo Santa Lucía, Parque Fundidora y el Barrio Antiguo.
¿Dónde Comer?
Restaurante Al, Restaurante del Gran Hotel Ancira, Tostadas Siberiana, Hamburguesas Mr. Brown y Pizzas Iguana.
¿Dónde Hospedarse?
Gamma de Fiesta Americana Monterrey Gran Hotel Ancira.
¿A quién conocer?
Excelentes personas e instagrammers: @ignaciowoolfolk, @cp.mar, @rebecoisse, @eaudouce y @rikkimts
El Arribo a Monterrey
El plan original de ir a Monterrey surgió por participar en el medio maratón de Nuevo León, pero dado que nos teníamos que movilizar desde la ciudad de México hasta el norte del país, decidimos entonces irnos todo el fin de semana para visitar la ciudad y aprovechar el gasto, y el tiempo.
5 am. Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Nos tomamos un latte y nos dirigimos a la sala de abordar. Vivaerobús, con servicio excelente, buenos precios, pero como de costumbre, tarde. Cuando por fin logramos abordar, nos acomodamos en nuestros asientos, el 2B y el 2C. Mi mamá de repente se volteó y me hizo una confesión de esas con fondo musical melodramático:
– “Hace 32 años que no me subía a un avión. La última vez que volé fue para comprar mi vestido de novia, en Denver, para casarme con tu padre”.
– “Qué fresa Patricia, cuando todavía había mucho amor entre ustedes dos”.
– “Cállate baboso”.
Una hora de vuelo, dormidos profundamente, y con la mandíbula dislocada. Aterrizamos en la terminal C del aeropuerto de Monterrey, y ante mi reticencia a pagar taxis autorizados, pedimos un Uber.
El aeropuerto del centro está algo distante, media hora de camino y casi 29 kilómetros hasta la que fue mi casa durante el fin de semana: el Gran Hotel Ancira.
Entramos al lobby del lujoso hotel, lucía algo diferente que en las fotos, pero igualmente espectacular. Mostré mi clave de reservación, y el recepcionista, con una leve sonrisa esbozada en su cara, me dijo:
“Disculpe señor, su hotel es el de la esquina de enfrente, este es el Fiesta Americana”. (Qué oso, pensé).
Ya en la recepción de nuestro verdadero hotel me llamó mucho la atención la zona del restaurante, con su estilo neoclásico, forrado de espejos y una prematura, pero elegante, decoración navideña.
El check-in no era hasta la 1.30 pm, y eran apenas las 10 am, así que nos fuimos a desayunar al Restaurante Al, un lugar muy antiguo lleno de señores igualmente antiguos tomando café, y meseros con uniformes vintage de moñito negro al cuello. Un machacado de huevo y un café americano, para mí, unos molletes con chorizo, unos bisquets y un licuado de plátano para mi madre (tenía hambre la Patricia).
Después de ahí nos fuimos a caminar a la Macroplaza, para conocer el parque, la explanada y todos los edificios emblemáticos que se encuentran en esta zona (también para bajar el mal del cerdo). De norte a sur: la Antigua Oficina de Correos, el Palacio de Gobierno y su Museo, El Museo de Historia Mexicana, El Museo del Norte, La Biblioteca Central, El Teatro de la Ciudad, La Fuente de Neptuno hasta llegar al Museo de Arte Contemporáneo (MARCO).
El Museo de Arte Contemporáneo
La arquitectura del MARCO es méxico-modernista, obra del arquitecto nacional Ricardo Legorreta. Los espacios amplios se integran de manera fantástica y natural con las exposiciones, aprovechando la abundante luz natural del recinto, lo que hace que independientemente de las obras y las colecciones permanentes y temporales, dar un paseo por este museo sea una experiencia sumamente estética. Mi madre no es muy de los museos, por ejemplo, y le encantó.
Había tres exposiciones principales: Coming into Fashion, un siglo de Fotografía en Condé Nast, Los Carpinteros, y Registro 04.
La primera, que ya se había presentado en el Franz Mayer de la Ciudad de México, es un recorrido por la historia de la moda de los últimos 100 años, con imágenes del archivo fotográfico de la prestigiosa compañía de medios Condé Nast para revistas como Vogue, y fotógrafos renombrados como Mario Testino, entre muchos otros.
– “¡Qué fotografías tan padres!”. Exclamó mi madre.
La segunda exposición, es una fabulosa muestra de arte revolucionario y de protesta socio-política. Si no me hubiesen dicho que los autores eran cubanos, muy probablemente lo habría deducido. Es una colección muy original, que se disfruta y es cautivante.
– “Sentí como mucha melancolía y nostalgia”. Confesó.
La tercera exposición es una colección de nueve artistas mexicanos compuesta por instalaciones, dibujos, pinturas y objetos. Es justo el tipo de arte contemporáneo que no me gusta, pues a nivel conceptual es muy abstracto, y confuso a cierto punto.
– “A esto no le entendí”.
– “Yo tampoco madre”.
Después del museo, regresamos al hotel. Era la primera vez que mi madre y yo no compartíamos habitación viajando juntos; ella en el segundo piso, y yo en el quinto, desde donde se podían admirar varios edificios de la ciudad metropolitana. La luz que entraba por las ventanas y esas cortinas clásicas me inspiraban a tomar fotos; y la cama, apenas la acaricié con mis dedos, me despertaba unas ganas irrefrenables de acostarme, dormir y quedarme ahí todo el fin de semana sin salir.
Patricia y yo hicimos planes diferentes para la tarde, ella iría a dar la vuelta con una conocida, y yo me reuniría con dos viejos amigos instagrameros: Ignacio Woolfolk y Mariana Cárdenas. Ellos me llevaron a dos lugares que yo recomiendo muchísimo, y que a continuación se los comparto.
La hora de comer: la tostada siberiana y el café Tesha-Na
En primer lugar, para comer, fuimos a La Siberiana, una “tostadería” muy popular en la ciudad. Ordenamos, tres paquetes uno, que incluían un consomé calientito, una tostada frita de pollo, crema y guacamole, y una bebida al gusto. No es tan popular como el cabrito, pero la tostada siberiana es un platillo imperativo que absolutamente tienes que probar en Monterrey.
Después se nos antojó un café, y emprendimos la caminata hacia el Barrio Antiguo de Monterrey, el casco originario donde nació y se desarrolló esta ciudad. Sus casas con fachadas antiguas, virreinales, y sus calles empedradas de más de tres siglos son un recuerdo inmortal de la historia de esta capital.
El Tesha-Na Café es un lugar con una terraza en su interior, lleno de plantas que se apoderan de las paredes como reclamando su propiedad natural, y mesitas pequeñas para disfrutar de una bebida caliente. Aquí Nacho me dio algunos consejos prácticos de fotografía y Mariana me mostró su nuevo blog de life-style.
– “Un americano por favor. ¿Cómo que no tiene galletas? Bueno…”.
Finalmente, nos fuimos a comprar unas cosas a la Plaza Fiesta San Agustín, muy recomendado para todos aquellos que aman ir como zombies shopaholics a los centros comerciales a dar vueltas infinitas y acabarse la quincena limitada.
Ya en la tarde-noche, como buen anciano -tengo 29 años, pero me siento de 92- regresé al Hotel Ancira, subí por ese elevador clásico, de antaño, caminé por los corredores largos, alfombrados con terciopelo, y me tiré en esa cama de nubes a tomar una siesta antes de salir a “darlo todo” en la noche (no daría casi nada en realidad).
Vida Noctámbula en el Barrio Antiguo
Rikki Matsumoto se ofreció a acompañarme; regresamos a Barrio Antiguo y estuvimos rondando como mosquitos varios lugares. De noche, se puede ver la gente sedienta de fiesta por las callejuelas estrechas, y se puede escuchar la música ecléctica de varios géneros en los distintos bares y antros. La cumbia villera del Antropolis, el reggaeton del Miami, el Rock pesado del Café Iguana (que de café no tiene nada, con su deliciosa pizza y su antro interminable), el multifacético Salón Moreno de Monterrey, y su homónima Casa Moreno, la mezcla perfecta entre arte y chill-out de El Art, etc.
– “Te recomiendo dos cervezas artesanales, la Bocanegra y la Mano Pachona”. Me dijo Rikki.
– “Ahorita no tenemos joven”. Respondió el mesero.
– “Gracias por lo de joven, deme entonces dos XX lager por favor”. Le ordené con algo de resignación.
El plan era estar en Barrio Antiguo hasta que fuera hora de ir a un antro de verdad, El Jack, pero la vejez espiritual me volvió a vencer, aunado a mi cansancio acumulado de la jornada, así que regresé al hotel, y me escabullí entre el suave cobertor de invierno y las mil almohadas suaves y somníferas.
El refrescante Paseo Santa Lucía
Nos levantamos a las 8 am para ir a correr.
– “¿En serio te vas a llevar la cámara?”. Me preguntó extrañada mi madre.
– “¿Quieres fotos o no Patricia? Empiézale”.
Salimos del hotel, atravesamos la Macroplaza a la altura del Palacio Municipal y bajamos las escaleras en El Museo de Historia Mexicana rumbo al Embarcadero. Aquí comienza el Canal Santa Lucía que se extiende por 2.5 kilómetros hasta el celebérrimo Parque Fundidora.
El paseo es muy ameno, ya sea que se tome el bote panorámico, se camine plácidamente y con calma, o se trote a un ritmo un poco más frenético como fue nuestro caso particular. A lo largo del canal puedes admirar fuentes, obras escultóricas, puentes, murales, museos y restaurantes.
Yo, mientras mi madre corría sin parar, me detenía constantemente a tomarle fotos desde diferentes ángulos, al mero estilo ninja-paparazzo.
– “Voy a pasar por esos aros, dicen que adelgazas 4 kilos si lo haces”. Me gritó Patricia.
– “Sí mamá seguramente son un producto milagro”.
Al terminar nuestro ejercicio matutino, aprovechamos para desentumecer las piernas en el Paseo Morelos, donde nos sentamos a desayunar en un restaurante local. Después de un veloz almuerzo, fuimos a recoger nuestros paquetes para la carrera del día siguiente a la Plaza de los Héroes, a un costado del Palacio de Gobierno.
Volvimos al hotel para tomar un baño caliente y dirigirnos a Parque Fundidora, me moría de ganas por estrenar la tina del Hotel Ancira, pero ya no tenía tiempo para jugar con las burbujas de jabón.
El histórico Parque Fundidora
Tomamos el bote panorámico desde el embarcadero, en la Plaza de los 400 años, hasta la entrada de Parque Fundidora 2. De inmediato, siguiendo la estructura de acero del alto horno, como guía de navegación, nos topamos con el Horno 3.
El acceso al parque es gratuito, así como a muchos de sus edificios, pero en Horno 3 sí hay que pagar una tarifa que incluye tres cosas principalmente: el ascenso a la torre siderúrgica, el ingreso al Museo del Acero, y el show del horno.
Para alcanzar la cima panorámica, Patricia, Nacho y yo nos montamos en un elevador enrejado que te lleva a 40 metros de altura. Desde ese momento perdí a mi madre, porque se puso muy platicadora con Ignacio (Gracias).
Desde arriba la vista de la ciudad es espectacular. Ese día estaba algo nublado y era alrededor de la 1pm. Nos informaron que la vista era exponencialmente mejor por las noches, cuando se encuentra todo Monterrey iluminado por las estrellas y las luces artificiales.
Al bajar, dimos un paseo por el Museo del Acero, aprendiendo sobre la historia de la planta, sus tiempos gloriosos en el siglo XX y su decadencia en la década de los 80; y también por la galería del acero, que asemeja un Papalote Museo del Niño donde aprendes sobre el origen, las características y los usos del acero en la actualidad.
Finalmente el show del horno, es un espectáculo de luces chispeantes, humo ligero y sonidos mecánicos, mientras te muestran un documental, narrado por ex trabajadores, del otrora funcionamiento de la fundidora.
Ya hacia la salida, entramos al Centro de las Artes, I y II, y al niños CONARTE, una biblioteca infantil diseñada por Anagrama, donde nos metimos a jugar entre las alfombras y el moderno mobiliario, por lo que, obviamente, nos regañaron.
– “No se puede entrar con zapatos”. Nos atacó la encargada.
Nos quitamos los zapatos los tres, incluída mi mamá que no llevaba calcetines.
– “Señora no puede entrar descalza”. Contraatacó.
– “A ver, decídase, sin zapatos, no se puede, descalza tampoco se puede”.
– “Sin calcetines no, pero vendemos el par a 10 pesos por si quiere”.
– “No, ya no quiero”.
Las municiones: Mr. Brown Y Pizzas Iguana
Rebeca pasó por nosotros y nos fuimos a comer a Mr. Brown. Pedimos unos edamames preparados para botanear y después una hamburguesa para cada uno. Yo pedí la de la casa, con top sirloin, champiñones, queso manchego, tocino, cebolla caramelizada, lechuga, blue cheese fresco y mayonesa chipotle. Los drinks analcohólicos como el limonela (jugo de limón, menta, miel de agave y limón natural) también están deliciosos.
– “¡Es una de las mejores hamburguesas que me he comido!”. Exclamó mi madre mientras se frotaba la barriga plena.
Regresamos al hotel a reposar, y de camino a la habitación me di una vuelta por la alberca techada y el gimnasio en el segundo piso. Consideré la idea de nadar o darle a la bicicleta, sin embargo, de manera instantánea pensé que con esa hamburguesa de varios pisos que me había engullido en Mr. Brown seguramente me habría dado un calambre fulminante.
Me dormí un par de horas, hasta que se hizo de noche, y mi cuerpo ya había asimilado la comida de la tarde. Le hablé a Nacho y a Rikki y nos fuimos al Café Iguana por una pizza para cenar. Pedimos una para los tres, mitad pimientos morrones y pepperoni, mitad tomate y acelgas (con la falsa ilusión de que fuese un poco más ligera).
– “Mientras más grasosa, más deliciosa”. Murmuré mientras masticaba mi pizza con devoción.
Ya eran casi las 9 pm y no tenía pensado salir; mi alarma sonaría a las 6 am para para alistarme y correr el medio maratón de Nuevo León. Me fui al hotel, y después de 10 minutos, colapsé en un sueño profundo.
Al día siguiente correríamos 21 km, y ambos haríamos un gran tiempo. Si te interesa leer sobre la competencia, puedes hacerlo en mi blog del corredor mediocre (sí, así le decimos) therunningalmanac.com.
Después de un par de horas de esfuerzo físico, nos dimos el último baño en el hotel, y bajamos a desayunar al buffet para recuperar el espíritu. Había de todo, fruta fresca, yogurt, salmón, huevos, chilaquiles, chicharrón, pan dulce, jugos, de naranja, de zanahoria, café, etc. Pero como siempre mi madre se las arregló para pedir algo que no había.
– “¿Me podría preparar un licuado de plátano?”. Preguntó mi mamá.
– “Claro que sí señora, de inmediato.” Respondió el mesero mientras corría a la cocina a atender los caprichos de Patricia.
Al final del increíble desayuno, fuimos a dar una breve vuelta por el Callejón cultural del Barrio Antiguo, que se coloca, parroquialmente, todos los domingos y volvimos al hotel para terminar de empacar. Pedimos nuevamente un Uber, y sin ningún contratiempo llegamos al Aeropuerto. Vivaerobús, una hora de vuelo. Por fin regresamos a la Ciudad de México.
Gracias a los amigos de Monterrey y al Hotel Ancira por su hospitalidad. Gracias a Alan por seguirme dando la oportunidad de viajar, y por supuesto gracias a mi madre, por ser una excelente compañera de viajes y de carreras.