Hace ya casi un mes tuve la oportunidad de irme a Puerto Escondido con algunos amigos, entre ellos Jack Duarte, Fátima Torre y Moisés Cobián. Es una bahía mágica, muy especial que ha logrado mantener su esencia de pueblo costero, abriéndose al mundo, pero gradualmente y de una buena manera.
En esta ocasión tomamos un avión directo desde la Ciudad de México. La última vez había realizado la odisea en auto, por la autopista de Acapulco y luego aquella carretera montañosa de Oaxaca -una serpiente infinita- hasta el Océano Pacífico. Fue la vez que nos prestaron un Volvo de 750 mil pesos, lo atascamos en la playa, le pegamos en un registro, se le cayó un pedazo, y nos multaron los federales de regreso a la capital. Afortunadamente en este último viaje todo salió de maravilla.
Una camioneta nos llevó del aeropuerto internacional de Puerto Escondido hasta nuestros hoteles: Aldea del Bazar, Posada Real y Hotel Suites Villasol, que se encuentran todos muy pegados uno del otro, y a escasos 10 minutos del aeropuerto.
En lo que esperábamos la comida en el hotel, nos sirvieron una bebida típica de la zona, el “Cocol”, bebida a base de ron o mezcal, leche y agua de coco, que normalmente se sirve de forma masiva en las fiestas Oaxaqueñas, incluyendo los -atípicos- alegres funerales. De comer recuerdo haber amado “la pescadilla” (empanada frita rellena de pescado) y la lonja de pez vela gratinada.
Después de un breve descanso, nos fuimos a la playa Puerto Angelito, que recibe su nombre por ser la que tiene las aguas más calmas y generosas para el nadador neófito. Por esta razón aquí es donde encontrarán más familias y niños disfrutando del mar sin ningún peligro.
Desde aquí tomamos una lancha que nos llevaría a dar un paseo a mar abierto. Surcábamos el mar admirando otras playas, todas muy diferentes entre sí: Manzanillo, Carrizalillo, Bachoco; inclusive esa pequeña cueva donde se puede ir a hacer el amor, y que en caso de ocuparla, uno debe dejar una prenda colgada fuera, para avisar a los demás amantes efusivos que deben de esperar su turno.
Una gaviota o un pato, no recuerdo qué fue, se posó sobre la lona superior de la lancha, y nos acompañó, como un almirante autodenominado, durante todo el paseo. Pudimos observar algunos delfines que asomaban tímidamente sus aletas por encima del agua, y uno que otro más extrovertido, que improvisaba saltos acrobáticos en el horizonte. Intenté tomarle una foto que seguramente habría ganado algún premio en National Geographic o WordPress, pero fracasé en el intento.
De un momento a otro, nuestro intrépido lanchero se amarró una cuerda al tobillo, y con aún el navío en movimiento se lanzó hacia el mar. Yo no entendía lo que estaba ocurriendo hasta que lo vi flotando, abrazando una tortuga golfina colosal. Algunos nos tiramos al agua también a acariciar ese hermoso animal. “No se acerquen de frente, los puede morder, y no te suelta hasta arrancar el pedazo”. Es como un pitbull de mar, pensé.
Al final la liberamos para que volviera a las profundidades, y comenzamos nuestro camino de regreso. Las gigantescas formaciones rocosas donde van a morir las olas son un espectáculo único.
Volvimos al Hotel para tomar un baño, y admirar el atardecer de fuego que nos ofrecía Puerto Escondido. Los mejores atardeceres, siempre lo he creído, son del lado del Pacífico.
La cena fue en el Club de Playa Villasol, donde el menú fue algo sensacional: tostada de pulpo a la parrilla, un dúo marino de camarón y huachinango (marinados con aceite de chapulín, qué cosa tan más extraña caballero) y de postre la excentricidad de un mousse de aguacate con chocolate oaxaqueño (recuerdo haberme comido dos, porque afortunadamente me tocó sentarme junto a Nelly, que es alérgica al chocolate; no sé cómo ha logrado sobrevivir más de 30 años así). La velada transcurrió entre buena comida, mezcal “Quiéreme Mucho” y la música folclórica de la banda de los niños de Xila.
Ese día nos fuimos directamente al hotel a dormir, estábamos devastados y teníamos que levantarnos muy temprano al día siguiente.
La alarma sonó a las 8 am, nos preparamos rápidamente y tomamos una camioneta hacia la célebre playa de Zicatela; este lugar es un refugio soñado para los surfistas, que vienen de todo el mundo para retar sus olas mastodónticas. Por tal razón también, el despliegue de belleza de cuerpos sinuosos y marcados, es una razón más para venir y tirarse en esta playa simplemente a admirar.
Justo enfrente de la playa, desayunamos en el Hotel Santa Fe, cuyo restaurante está especializado en comida vegana (no dejo de pensar en la mujer, que quiso probar que los veganos también podían escalar el Everest, lo escaló y murió). Muy sorprendido quedé con el tamal oaxaqueño que nos ofrecieron esa mañana, que bien podría haber engañado al más carnívoro de los depredadores; yo juraba que tenía carne, pero la consistencia se la daba el plátano. Después de un breve paseo por las instalaciones del hotel y la playa, retomamos la carretera rumbo a un lugar fascinante.
A veinte minutos de ahí, se encuentran los gentiles manglares de la laguna de Manialtepec. Llegamos a unos muelles y abordamos un par de barcas, capitaneadas por unos locales de la zona. Nosotros tuvimos la fortuna de que el nuestro había sido cantante durante más de 2 décadas, ahora retirado, y ante una inicial aversión a dedicarnos unas cuantas coplas, logramos convencerlo de echarse a capela un par de canciones de autores oaxaqueños.
Nos contaba acerca de la flora y la fauna del lugar. “Aquí no hay cocodrilos ni caimanes” y yo que iba acariciando la superficie de la laguna con la punta de los dedos, pensaba “menos mal”. “Aquí lo que sí hay son lagartos”. No volví a sacar ni un centímetro de mi cuerpo del navío jajaja. Nos dijo también, que años atrás, estas aguas estaban plagadas de tiburones, pero debido a la introducción de redes y a la pesca indiscriminada se extinguieron irremediablemente.
Tras unos 30 minutos de recorrido, llegamos a un lugar extraordinario, la desembocadura de la laguna donde hace el amor con el mar. Unas olas estrepitosas y colosales explotaban en espuma antes de llegar a la playa, el espectáculo era maravilloso.
Descendimos de las barcas y caminamos sobre la cálida arena. Algunos como Jack decidieron retar las olas y se lanzaban como balas de cañón humanas en contra de esas paredes líquidas. Otros como yo o Fátima, nos limitamos a meternos hasta los tobillos, y sentir los incesantes remolinos oceánicos, como sirenas invisibles, tratando vanamente de secuestrarnos hasta las profundidades del mar.
Pasamos ahí un tiempo, observando, llenando los ojos de tanta belleza, escuchando los cantos de la brisa y de las aves. Volvimos al puerto y de ahí, nuevamente a Zicatela al hotel Rockaway, para comer unas deliciosas tlayudas de chapulines. La comida fue de autor, el chef utilizaba flores e ingredientes endémicos oaxaqueños, para ofrecernos platillos sensacionales.
El resto de la tarde la pasé en el hotel, estaba muy cansado y tenía algo de trabajo que hacer. Uno de los problemas de Puerto Escondido, es el limitado acceso a internet; por ende, me tuve que refugiar en el bar del Posada Real con mi lap para ponerme al corriente con los pendientes. Otros alrededor de las 6 pm se fueron a la Calenda, donde la gente entre bailes al son del tambor y la chirimía, festejaba envuelta de color, la felicidad por vivir.
¿Dónde están? Le hablé a Moisés. “Toma un taxi desde el hotel y dile que te traiga al Adoquín”. La cena fue en Pascal, un restaurante en la Bahía Principal; un pescado delicioso acompañado de “¿vino blanco?” me dijo el mesero. “No, no, no me importa el maridaje convencional; un tinto está bien”.
Sobremesa y después la tormenta. Tuvimos que ir al hotel a refugiarnos un poco de la poderosa lluvia, y así aprovechamos para tomar un baño y prepararnos para la larga noche.
La primera parada fue en un bar en Zicatela, Playa Kabbalah. Un par de cervezas y mucha salsa sobre la arena (Procura seducirme más, y no reparo de lo que te haré). La segunda parada fue en la terraza del Bar Fly, ahí la música era más chill-out y luego algo de electrónica. Lo mejor de aquì fue que cuando la gente ya estaba o muy borracha o muy cansada, nosotros nos encargamos a reavivar los ánimos.
Finalmente, alrededor de las 4 am regresamos al Adoquín, donde por suerte fuimos a dar a la clausura del bar Los Tarros. No es un lugar bonito, pero esa noche había una atmósfera muy especial; bailamos de todo, por supuesto reggaeton (perreo total), y se creó hasta un círculo de baile que en algún otro contexto habría sido extremadamente ridículo. Terminamos la fiesta a las 6.30 am y regresamos al hotel, cuando ya se podían percibir los primeros rayos de sol de nuestro último día en Oaxaca.
Pocas horas después, aún desconcertados por la intensidad de la noche anterior, bajamos a la playa Bachoco a liberar tortuguitas. Metidas en una jícara nos dieron a esas diminutas criaturas destinadas a convertirse en gigantescos caballeros de los mares. Las colocamos sobre la arena, y en lo que parecía una competencia de nuestros propios hijos, las animábamos a gritos a correr hacia el agua. En un efecto visual que parecía un truco de magia, apenas una ola tocaba a la pequeña tortuga esta desaparecía. La labor en los últimos años para rescatar y conservar estas especies en la zona, es admirable.
Así nos despedimos de esta tierra tan maravillosa, y mientras observaba el Pacífico por la ventana del avión, pensaba, cuánto es hermoso Puerto Escondido, y cuánto más me gustaría regresar, muy pronto..
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