Por: Alberto Juárez
Todos conocemos París de alguna manera: Tenemos claro que ahí está la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo y la Catedral de Notre Dame. Todos conocemos a alguien que ya visitó París y todos conocemos a alguien que sueña con pisar París.
Aterricé en el aeropuerto Charles de Gaulle con la emoción y los miedos de quien comienza una nueva aventura. Mi primo me recibió y partimos en RER hacia la hermosa Cité Université, el lugar dónde vive y al que más tarde llamaría “hogar”.
Para vencer al jet lag decidí que mi primera caminata por París debía ser esa misma noche.
Caminamos desde Notre Dame hasta la Plaza de la Concordia y tomamos vino en el puente que lleva al museo de Orsay. El recorrido duró como máximo hora y media, tiempo suficiente para darme cuenta que nunca había estado en una ciudad tan hermosa.
Al día siguiente mi primo ya no me acompañó, así que decidí realizar el mismo recorrido de la noche anterior teniendo como objetivo llegar a la súper conocida Torre Eiffel.
Entré por primera vez a Notre Dame y seguí a pie a través del río. Con cada paso reafirmaba que ni la foto más bonita del mundo retrataría objetivamente la belleza de París.
A punto de llegar a mi objetivo final y preguntándome constantemente si no estaba viviendo un maravilloso sueño, aparecieron las gitanas estafadoras y su molesta insistencia para recordarme que nada en esta vida es perfecto, ni siquiera París.
Cumplí mi objetivo de aquel día y conocí la Torre Eiffel, mucho más bonita en persona y con una muy agradable sorpresa para aquellos que admiren a los grandes científicos franceses.
Caminé también por la avenida Champs Élysées hasta llegar al Arco del Triunfo, y aunque mi felicidad no podía ser más grande, mis pies pedían a gritos un descanso, así que decidí regresar a la Cité. Uno de los mejores días de mi vida había terminado.
Mi estancia en París duró 6 días más. Conocí Versalles (¡MARAVILLOSO!), la fundación Louis Vuitton (un lugar nada turístico pero increíble), el Musée d’Orsay, el súper famoso Louvre (Vean los highlights, pero por favor no se pierda la sala de arte egipcio), la Ópera, el Panteón, la Madeleine, Sacré-Coeur, el jardín de Luxemburgo y la Santa Capilla.
Comí en “El 58”, uno de los restaurantes de la Torre Eiffel (¡DELICIOSO!), tuve un picnic, tomé el tram, me perdí en el metro y fui testigo de los problemas que aquejan a la ciudad: contaminación, plagas, desigualdad y la irresponsabilidad de algunos turistas.
Mi viaje a través de Europa continuó y para regresar a México tomé un vuelo de Roma a París. Al aterrizar me sentí seguro, cómodo y contento: Estaba en mi ciudad favorita. Estaba en casa.