Por: Daniela Gómez
Hace poco leí mi diario que empecé cuando tenía 12 años, y me di cuenta que la única cosa que ponía en común a través de los años era lo mucho que quería viajar. Pero después de terminar la carrera en el 2016 mi vida se había convertido en trabajar de 9 a 6 y tomar agradecidamente los días contados al año que podía tomar de vacaciones.
Tenía este “buen” trabajo en donde podía crecer y mejorar mi CV, pero mientras más veía a mis amigos con sus grandes sueños laborales siendo cumplidos, más me daba cuenta que justamente esa vida, no la quería. ¿Por qué? ¿Qué no era ese el sueño? Tener un trabajo estable, salirte de casa de tus papás, quejarte del tráfico, amar los viernes y odiar los lunes.
No, creo que ese nunca fue mi sueño.
Años antes, leí un artículo sobre una pareja que viajaba por el mundo, gastando lo mínimo, hacían couchsurfing, viajaban a dedo y trabajaban en el camino para financiar sus aventuras. Ahí fue la primera vez que vi la frase “para viajar no se necesita dinero, solo ganas”. Me obsesioné con la idea, y así empezó la búsqueda, aunque claro tuve que aferrarme un rato a esa oficina para juntar un poco de dinero, porque si bien se necesitan muchas ganas, los boletos de avión no son gratis.
¿Cuál sería mi boleto de salida fuera de México? La respuesta estaba esperándome en la página del gobierno de Nueva Zelanda.
Nueva Zelanda ofrece 200 visas al año a mexicanos que quieran vivir y trabajar por hasta 15 meses ¿Cómo sacar la visa? Eso no fue fácil, sufrí el peor estrés de mi vida porque para ganársela es simplemente un sorteo. Pero lo desee y lo soñé tanto que ¡lo conseguí! Vi cada uno de los videos de Alan en Nueva Zelanda, estudié cada isla, cada ciudad, sentí que lo conocía todo sin haber puesto pie ahí.
Compré mi boleto de avión, renuncié al trabajo en el cual mentirosamente había jurado lealtad eterna, (si en ese orden) y me fui. Con una mochila de 60 litros, acompañada de un par de prendas, y yo, completamente sola.
Me despedí prometiendo que regresaría en 1 año pero deseando con todas mis fuerzas que fueran más.
Llegué a Auckland el primero de marzo del 2019, me di un par de semanas para adaptarme al acento, al transporte, pensar en la siguiente movida, buscar trabajo y lo más importante de todo, hacer amigos.
Pronto mi año en Nueva Zelanda se volvió uno y medio con pandemia incluida. Conocí a mi familia viajera, viví en mi coche, acampé en parques nacionales, viví a veces de latas de atún, trabajé recogiendo kiwis en el campo, empaqué verduras congeladas en una fábrica haciendo turnos de 12 horas, fui bartender, limpié hostales, y me volví experta trabajando con árboles de cerezas.
Manejé por casi todas las carreteras del país, pasé mi cumpleaños por primera vez en invierno. Puse a prueba mi paciencia cuando compartí cuarto con 9 personas de al menos 5 países diferentes. Me despedí de mis miedos saltando del bungy (en más de una ocasión) también lo hice de un avión, subí montañas, caminé sobre un glaciar y vi pingüinos en su hábitat natural. Junté suficiente dinero que me permitió viajar también por el sudeste asiático, y hasta bucear con tiburones en Fiji.
Mi corazón se rompió con cada despedida, pero por cada adiós llegaban más personas increíbles en mi vida, y así aprendí a soltar.
Aprendí que tener menos pertenencias y viajar ligero me hacía también más feliz.
En este viaje para encontrarme me perdí muchas veces, porque a ratos es difícil, pero la “comodidad” de la oficina que dejé hace ya 2 años y 5 meses no me ha hecho falta, y la libertad que me he podido regalar me ha dado todo.
Sé que México, mi familia y los amigos que allá me quedan, todavía me esperan y aunque yo muera por verlos (y por comer tacos de verdad.) Lo que tal vez no saben, es que aún cuando al fin regrese, la Daniela que conocían se quedó en cada uno de los lugares que visitó y no tiene planes de regresar.