Texto: Armando Cerra
Fotos: Mónica Grimal
Todos guardamos una lista de sitios que deseamos visitar antes de morir. En nuestro caso, el inventario es muy largo. Pero por suerte vamos tachando destinos soñados. Lugares que jamás nos decepcionan y que por mucho que los hayamos visto antes en fotos y videos superan nuestras más ambiciosas expectativas. Eso nos ocurrió al contemplar las Cataratas de Iguazú.
Es imposible no quedarse pasmado ante ese show natural. El río Iguazú discurre plácido y completamente rodeado de selva. En una orilla es jungla brasileña y en la otra es argentina. Pero a ambos lados es impenetrable, misteriosa y exuberante. Y de pronto el cauce desaparece. A lo largo de dos kilómetros de anchura (han leído bien, ¡¡dos kilómetros de ancho!!) las aguas caen en cascada creando una de las Siete Maravillas Naturales del Mundo: las Cataratas de Iguazú, o Iguaçu si se disfrutan desde el lado brasileiro.
La naturaleza no sabe nada de fronteras. Pero la realidad es que esta joya la comparten esos dos países. Tal vez sea latoso adquirir dos tickets distintos para visitarlas de forma íntegra. Al igual que se sufren los trámites aduaneros entre Brasil y Argentina. Así como se necesita llevar tanto reales como pesos. Pero cuando se goza de este tesoro natural desde ambos lados, se olvida cualquier inconveniente y la experiencia se convierte en algo memorable.
Desde la orilla brasileña se goza de una panorámica global. Al verlas así se respira toda su épica y hermosura. En Brasil se puede tomar un helicóptero para admirarlas desde el cielo. Es una opción si sobra el dinero, pero no creemos que haga falta. Lo mejor es apreciarlas con pie a tierra. Ese contraste entre nuestra pequeñez y el grandioso paisaje invita a la reflexión sobre nuestra insignificancia.
El lado argentino no ofrece una visión tan amplia, aunque sí más próxima. Tanto por la parte superior como bajo las propias cascadas. Por arriba, unas pasarelas se elevan sobre el cauce del río Iguazú y se acercan lo máximo posible al abismo de las cataratas. Ese pasear sobre las aguas se asoma al vértigo del salto, mientras se otea el paisaje del entorno.
Bien distinta es la panorámica bajo las cascadas. Aunque ahí abajo, lo más importante no es lo que se ve, sino lo que se siente. El ruido es atronador y la nube de gotitas de agua lo empapa todo. Al fin y al cabo se está frente a millones y millones de litros de agua precipitándose desde 80 metros. El estruendo ensordece y la fuerza que transmite la naturaleza es colosal.
Antes de ir, ya habíamos visto Iguazú en la televisión, en fotos o en películas como la cuarta de Indiana Jones o en la bellísima La Misión con Robert de Niro y Jeremy Irons, y donde se gozan las cataratas al ritmo de la música de Morricone. Sin embargo, nada de eso anticipa lo que se vive en primera persona. Nos hacemos diminutos y todo el rato se está boquiabierto frente a algo hermoso y brutal al mismo tiempo. Son como un imán que atrae pero a la vez su poderío impone respeto, incluso estremece.
Si eso ocurre a quiénes ya sabemos que nos aguarda, imaginemos lo que sintieron aquellos que las descubrieron sin tener noticias previas del lugar. Como la expedición de Alvar Núñez de Vaca de 1542. Fueron los primeros europeos que vieron este paraje. Navegaban por el río con destino a la futura capital de Paraguay, Asunción, y su sorpresa sería mayúscula al observar como el cauce se abría ante sus ojos. ¡Aquello les dejaría embelesados y preguntándose cómo era posible un paisaje semejante!
Incluso los guaraníes, pobladores originales del territorio, concebían un origen mítico para algo tan formidable. Ellos pensaban que en el río moraba el dios M’Boi. Un monstruo con forma de gigantesca serpiente que atemorizaba a los poblados que disfrutaban de la extraordinaria fecundidad de estas tierras. M’Boi les permitía gozar de este paraíso, pero a cambio exigía cada año el sacrificio de la joven más bella de esas aldeas.
Puntualmente los guaraníes elegían a una muchacha. La cual sabía que su destino era ser engullida por las aguas y por la temible M’Boi, pero aceptaba ese papel por el bien de su pueblo. Sin embargo aquello cambió el año que la seleccionada fue la preciosa Naipi. ¿Por qué? Porque la chica estaba enamorada del joven Taroba, quien estaba decidido a evitar la pérdida de su amada.
La noche antes del sacrificio la pareja huyó. Taroba se hizo con una canoa y liberó a Naipi. Ambos se fugaron remando por el río. Pero… M’Boi no estaba dispuesta a renunciar a su muchacha anual. Así que salió en su búsqueda. No tardó mucho en avistar la canoa con los jóvenes. Y en vez de simplemente capturarlos, optó por dar un escarmiento ejemplar. De modo que alzó su descomunal cola de serpiente y golpeó con fuerza sobrenatural el lecho del río. Tanto que quebró el terreno, dando así forma a las célebres cataratas.
Tras el cataclismo, M´Boi se volvió las profundidades. Pero antes de ocultarse dio un último castigo a los enamorados. Convirtió a la linda Naipi en una gris roca en la base de la cascada. Mientras que a Taroba lo transformó en una palmera situada sobre el salto del agua. Roca y palmera, Naipi y Taroba se ven, pero sufrirán eternamente porque no se pueden tocar.
Si tenéis la inmensa fortuna de visitar las Cataratas de Iguazú, cuando hagáis el llamado circuito inferior que discurre por la orilla de Argentina, os recomendamos apostaros en alguno de sus miradores. Alucinad con las vistas del lugar, pero sobre todo elegid cualquiera de las grandes rocas que se ven en el río y luego hay que hallar algún árbol asomado al abismo. Esperad que la luz del sol y los millones de gotitas en suspensión produzcan la magia del arcoíris. ¡Por un instante se unirán de nuevo Naipi y Taroba!
Añadir comentario