Por: Omar Romo
Fue una aventura provocada. Había pasado unos días en Marrakech y otros tantos en un tour por el sur de Marruecos adentrándome en la magia del desierto del Sahara. El espectacular viaje había terminado y tenía que tomar un vuelo de regreso a Madrid, conseguí un low cost desde Tanger, una ciudad al norte del país africano y para llegar allí, desde Marrakech, no había comprado conexión a propósito.
Quería hacerme un desafío y probar de qué estaba hecho en el mundo de los viajes mochileros: tenía un día de margen para tratar de llegar de Marrakech a Tánger de manera económica para alcanzar mi vuelo a Madrid en un país del cual desconocía el idioma, la cultura, los hábitos…
Por la tarde, ya había apalabrado un raite a Fez con un amigo del guía que nos llevó a mi y un grupo de españoles al desierto. De Fez podría tomar un tren a Tánger y me ahorraría muchas horas de camino. Al final, el plan se vino abajo porque eso significaba perderme la oportunidad de conocer a fondo la Medina de Marrakech, por lo que opté agradecer el gesto y continuar con el reto.
Continué mi mañana conociendo la Medina y caminando entre sus corredores. Me uní a un recorrido a pie donde nos adentramos a una botica local y compré unos aromatizantes que aún se conservan en perfecto estado. Al caer la hora de la comida comencé a ver las opciones que tenía para llegar a Tánger, la más viable parecía ser buscar un tren nocturno o en el peor de los casos, tratar de conseguir el vuelo más barato posible, sí, a unas horas de deber partir.
Después de googlear unos minutos decidí que mi primer parada sería la estación de trenes, tomé un taxi hacia allá y comenzó la aventura. Todo estaba escrito en árabe salvo algunos letreros que estaban traducidos al francés. Me dirigí en español y luego en un inglés mal hablado a los guardias y no me entendieron; por señas y traductor entendí que los boletos solo se vendían en una máquina dispensadora de manera manual, no estaban habilitadas las taquillas.
Después de más de una hora amarga porque la máquina no aceptaba mi dinero, un oficial me ayudó y me dio a entender que la máquina no tenía cambio. Se solucionó y esperé paciente la salida de mi tren.
19:30 h y salí de Marrakech, pasamos por la histórica Casablanca, la capital Rabat y finalmente Tánger. Poco más de 10 horas en las que compartí compartimento con un árabe que intentaba platicar conmigo, se cambió de lugar y prácticamente aprovechando la noche para descansar en un tren de bajo costo que me llevaría a otro destino desconocido.
Fue una mañana fría cuando llegué. Después de aventurarme 10 horas en tren desde Marrakech, durmiendo abrazado de mi mochila y con el compartimiento cerrado, llegué por fin a Tánger, mi destino de paso.
Faltaban unas seis horas para el vuelo a Madrid y era muy temprano para buscar algo de desayunar. Así que hice lo que más me gusta en los viajes: caminar. Lo hice desde la estación de tren por toda la costa de Tánger, misma que bordea el famoso estrecho de Gibraltar, que separa a dos países, a dos continentes y a dos culturas.
Tan solo a media hora en ferry se puede llegar a Tarifa, España y dicen que cuando el cielo está muy despejado desde el suelo marroquí se puede visualizar España. No me tocó esa suerte, a cambio, el cielo me regaló un amanecer espectacular que acompañó mi más de una hora de camino hacia un café.
La arena era dura y aunque el sol comenzaba a salir, el frío punzaba en las articulaciones. Las olas eran tranquilas, sonaban al vaivén del viento y se regresaban lento como mis pasos.
Estaba solo yo, no se veían hombres marroquíes, mucho menos mujeres con hiyab. No se escuchaba siquiera el llamado de las mezquitas musulmanas al rezo mañanero, bueno, ese silencio se interrumpió hasta que apareció un policía a lo lejos.
Imaginé que solo caminaba también, pero poco a poco se iba dirigiendo hacia mi. Se detuvo y me habló en árabe. No entendí qué quería decir, pero por su seño, no iba a ser algo bueno. Tal vez había roto alguna regla musulmana al caminar por la playa tan temprano, pensé.
Lo saludé en francés, lo saludé en español y hasta lo saludé en árabe o al menos eso intenté. Le dije también que no lo entendía. Abrí mi mochila en automático para que la revisara. Seguí hablando, seguía hablando. En la cárcel ya me hacía.
Hasta que saqué mi pasaporte, le hice señas con las manos simulando un avión y repetí la palabra “Madrid” varias veces, fue cuando hizo un ademán serio y se alejó por la playa.
Después del suceso, busqué un café, encontré uno donde me trajeron lo que quisieron a pesar de señalar el platillo deseado con el dedo, pero continúe un par de horas allí hasta que me cobraron veintitantos dírhams y me retiré caminando por la costa hasta cansarme, comprar unos souvenirs y tomar un taxi para el aeropuerto, terminando con una mañana mágica, esas que regalan los viajes mochileros. Adiós Marruecos, gracias Marruecos.