Por: María Milo
Hace algunos meses me encontraba en Israel, frente al famoso lago conocido como el Mar Muerto. Estaba en la orilla, con el agua rozando mis pies, viendo cómo ascendía el sol, y escuchando las conversaciones de los turistas que se acercaban. Se metían al mar extremadamente emocionados; flotaban, reían, y hablaban de todas sus propiedades curativas. Mencionaban la alta cantidad de sal y los beneficios del lodo que había debajo de ellos. Pero lo más importante, no dejaban de hablar sobre lo bien que se sentirían al salir del agua.
Fue en ese momento cuando empecé a preguntarme. ¿Por qué llegan personas de todo el mundo buscando vida en algo que llamamos muerto? ¿Por qué hablan acerca del rejuvenecimiento y la sanación cuando están flotando en un mar “sin vida”? Y entonces lo entendí todo, y me reiteré a mí misma que el viajar es mucho más que conocer lugares, es entender.
El Mar Muerto no es realmente un lago muerto. Dentro de este habitan tres de los más grandes dominios de la vida; bacterias, arqueas y eucariotas. En un mililitro de agua, pueden llegar a haber hasta diez millones de las últimas dos mencionadas. Debido a esto, contiene también altos niveles de oxígeno y minerales. Su salinidad extrema le confiere una densidad fuera de lo común, por lo que si te metes empiezas a flotar al instante, y es también muy difícil que habiten animales.
Jorge Luis Borges dijo una vez que “la muerte es una vida vivida, y la vida es una muerte que viene.” El problema con nosotros los humanos es que muchas veces denominamos muerto a lo que sigue con vida, le quitamos vida a lo que sigue vivo.
Al principio de ese viaje nunca se me había cruzado por la mente esto. Pero el Mar Muerto fue un gran maestro, porque fue un recordatorio, una alarma para que no me pase a mí lo que le pasó a él. Para que nunca deje morir nada en mi interior mientras siga con vida, para que nunca denomine muerta ninguna parte de mi ser, mientras siga respirando.
Lo cierto es que vivimos con ideas tan preestablecidas sobre lo que es la vida, que cuando su apariencia cambia, la desconocemos, la declaramos muerta cuando su esencia sigue siendo la misma. Puede que en este “mar” no vivan peces, ni tampoco le adornen especies de flora y fauna comunes, pero esto no significa que esté muerto. Porque la vida se manifiesta de muchas maneras, y no hay una regla que tengamos que seguir para poder vivirla.
Israel me dejó muchas historias que contar, lecciones para enseñar, e ideas sobre las cuales reflexionar. Pero sin duda alguna, de todo lo que recorrí, el Mar Muerto se llevó el trofeo. Parada en su orilla, mientras la gente flotaba en él, y los rayos de sol penetraban cada poro de mi piel, aprendí. Aprendí que no solo lo peor que podemos hacer es dejar morir nuestro interior cuando seguimos con vida, sino desconocer la vida por su apariencia. Pensar que cuando nuestras circunstancias cambian, que cuando las cosas se salen de control, que cuando cometemos errores o tomamos otros caminos, la muerte llega.
Gracias a que decidí llevar a cabo este viaje, no solo conocí el Mar Muerto, sino que entendí el gran error que es pensar que ya tenemos una vida vivida, cuando en realidad la muerte apenas viene en camino.