Hoy les quiero hablar de mi primer experiencia de “turismo regenerativo”.
En los últimos años se ha hablado mucho de la responsabilidad del viajero y sobre todo del turismo sustentable. Sin embargo la “sustentabilidad” es muy reduccionista, porque solo se refiere a la minimización del daño y al uso más eficiente de recursos, lo que no es suficiente porque solo mantiene la situación actual, pero no la mejora, ni para nosotros, ni para las generaciones presentes ni futuras.
El turismo regenerativo por su parte, nos enseña cómo los viajeros podemos interactuar con los diferentes destinos a través del desarrollo, creando una situación óptima en las comunidades que visitamos, desde el punto de vista ambiental, social, cultural y económico; y que implica tanto una transformación personal, como una del destino, por la conexión honesta y responsable que se crea entre el viajero y la comunidad.
El viaje regenerativo a Oaxaca: Ruta Chacahua
“Quiero hacer algo así” pensé, y con esta idea, decidí embarcarme la semana pasada a una aventura con Nomad Republic al poblado mágico de Chacahua.
Chacahua es un filo de tierra místico rodeado, por una parte, del bellísimo azul pero agitado Océano Pacífico, refugio de solitarios y meca de surfistas nacionales y extranjeros; y de la otra parte, de un pulmón de verdes manglares, hábitat del fenómeno nocturno de la bioluminiscencia y de más de 800 especies de flora y fauna.
Fueron 11 horas en una van desde Ciudad de México hasta Oaxaca (pasando por Acapulco) y recorriendo las carreteras del país y sus mitológicos y variantes paisajes: de la neblina de la madrugada, a las verdes montañas del medio día; de los altos valles centrales, hasta las bajas costas occidentales bañadas por el mar.
Al llegar al Parque Nacional, pude ver a un pescador recogiendo sus redes, y a un ave desconocida volando a ras del agua, a toda velocidad, como una saeta de plumas.
Tomamos una lancha -después de una justa cerveza en un restaurantito con techo de palapa- y nos llevaron a un muelle de madera del otro lado de la laguna.
“Cuidado con esa tabla, anda floja”.
Nos recibieron varias personas de tez afromestiza, piel curtida por el sol y el trabajo; todas muy bellas, y un par de amigables perros callejeros. Un niño de 6 años creo, con una playera que decía “cute” (muy acertada, por cierto) me dijo: “¿Me tomas una foto?” mientras me regalaba la sonrisa más bonita del mundo.
Caminamos por una vereda de terracería, unos 10 minutos hasta unas cabañas en la Playa -a este punto, al ver la pantalla de mi celular, me di cuenta que no tendría señal durante los próximos 3 días. Dejamos las maletas en nuestros cuartos -nos detuvimos a ver el esplendor del mar desde la terraza- y cenamos todos juntos con la familia local, que se dedica a la pesca y a la cocina.
Leo se levanta todos los días a las 3.30 de la madrugada a soltar redes y lanzar la carnada. Un día regresó con las manos vacías “La barracuda es un pez muy astuto” me dijo, mientras se dirigía a descongelar la pesca del día anterior, para cortarlo en pedacitos. Más tarde, le correspondería a Anita, su esposa, regalarnos el arte majestuoso de su maestría culinaria.
Los tres siguientes días transcurrieron con una paz estremecedora. “Aquí el tiempo” dicen “pasa más lento”.
De las temerarias tablas de surf por la mañana, a las cómodas hamacas (casi todo el día), a comer una quesadilla de pescado, o un poke bowl fresco o un ceviche delirante. Agua natural, o de frutas, el café molido a mano, una cerveza fría o un mezcal oaxaqueño.
“Todos traigan un termo” nos habían dicho antes de comenzar el viaje, para no estar comprando botellas de plástico. “Y si piden un coco, aunque suene a cliché ecologista, sin popote”.
El sábado por la noche subimos nuevamente a las lanchas, eran casi las 10 pm y navegamos por unos canales en la obscuridad total de la noche. La luna ausente. Las ramas y las raíces entrecruzadas de los árboles eran arcadas naturales, formando un túnel que nos transportaría a un mundo mágico de vida luminosa.
Al tocar el agua con las manos, aquellos seres microscópicos brillaban como luciérnagas acuáticas -o como cometas fluorescentes. También el movimiento de los remos, provocaba una explosión efímera de luz que desaparecía entre brazada y brazada, para volver a aparecer segundos después.
Finalmente llegamos a la laguna más grande y las canoas formaron un círculo alrededor de todos los que se sumergieron en aquellas aguas templadas y tranquilas. Yo fui el único que no se metió. Estuve intentando tomar fotos de la bioluminiscencia pero fue imposible. Comenzó a llover, y las gotas de lluvia, se convirtieron en hilos intermitentes que conectaban los astros en el cielo con los astros en el agua.
“La bioluminiscencia se siente como nadar con las estrellas”. Al cabo de una media hora, volvimos a las playa.
La noche del 15 de septiembre – nuestro aniversario independentista- la pasaríamos en un bar de Chacahua con una bocina gigante que funcionaba con baterías. La luz se había ido durante la fiesta del pueblo en toda la zona, y no volvería hasta la noche del día siguiente.
A las 7 am yo seguía despierto, sentado en una silla blanca de cerveza Corona -a la que ya le habían sustituido una de sus patas con un palo de escoba- y escuchaba “Vives en mí” de Juan Gabriel, una y otra vez. Fue gratísimo haber contemplado ese amanecer, que por mucho, es el mejor que he visto en varios años. El sol era una esfera roja de fuego, que con su lento ascenso comenzó a incendiar el cielo y a despejarlo todo hasta que comenzó a tomar sus tonos azules típicos.
Después siguió el desayuno, una siesta larga y toda la tarde se repitió el ciclo: hamaca, mar y café.
¿Quién viene al faro? escuché a lo lejos, y mientras me desenredaba de mi telaraña, vi como todos se dirigían a la entrada. Montamos una camioneta de batea y nos llevaron al muelle para poder atravesar del otro lado de la laguna -con todo y perro.
A este punto ya ni siquiera me preocupé por llevarme mi celular ni mi cámara, no tenían batería, y no podía recargarlos porque la luz no había regresado aún.
Algunos iban descalzos, un poco más acostumbrados a la rudeza del suelo o al hervor de la arena, y otros como yo, sí llevábamos nuestra chancla conservadora de la tercera edad.
Primero escalamos unas rocas colosales al borde del mar, no fue tan sencillo, pero todos logramos llegar a la cima, y ya después, caminamos por un sendero ríspido hasta el faro que coronaba aquel cerro abundante de maleza. Allá arriba, en silencio, cada quién le agradeció a quién quiso: A Dios, a los espíritus de la naturaleza, a sí mismos.
En equilibrio con el amanecer de este mismo día, el atardecer fue sublime, dramáticamente hermoso, casi inadjetivable. Maldije no tener mi cámara en ese momento, pero también lo bendije. Simplemente me senté en el borde del precipicio, con los pies volados, a mirar el cielo y a disfrutar de aquella felicidad incontenible que me estaba desbordando. Lloré un poco, de amor por la vida, y luego sonreí nervioso, como un loco; era como si no pudiera controlar mis sentimientos.
La noche cayó y calló, y descendimos aquel cerro casi sentados por lo inclinado del camino. Tomamos la lanchas y una vez del otro lado, caminamos hasta el campamento. Después de cenar, encendimos una fogata y nos sentamos alrededor del fuego a cantar las típicas canciones, que nos avergüenza cantar en otras situaciones. Yo estaba muy agotado, así que me fui a mi cabaña y antes de darme cuenta, ya estaba profundamente dormido.
Esa última mañana, desayunamos todos juntos: los surfistas, sus aprendices, los runners que nos animamos a correr por la playa entre ejércitos de cangrejos y la marea alta; y el resto del grupo.
La Tía Mode, como era habitual, nos observaba desde la hamaca con sus cabellos de manglar, fumando e intercalando la palabra “verga” entre frase y frase, como un comodín linguístico universal. Ella es parte esencial del corazón de Chacahua.
Me di mi último baño a jicarazos e hice mi maleta. A la 1 pm estábamos emprendiendo el viaje de regreso a la Ciudad de México (a la que llegaríamos en la madrugada del día siguiente).
De este viaje me quedo con mucho, pero seré breve: Sus amaneceres y atardeceres que son como ver la sinfonía más hermosa, del inicio y del fin del mundo; la amistad con los otros viajeros que fueron en busca de nada y lo encontraron todo -como yo; el desconectarme completamente de mi vida digital, y vivir el momento, presencial y el ya casi extinto “mirarnos a los ojos mientras hablamos”.
Finalmente, por supuesto que también me llevo toda la experiencia y el aprendizaje del turismo regenerativo. En palabras de Santiago Espinosa de los Monteros, director de Nomad Republic:
“En Chacahua, por ejemplo, un pequeño pero constante flujo de viajeros ha sumado al desarrollo de cuatro familias, y son ellas quienes se encargan de mostrar la cara más atractiva de su comunidad. Sus hijos ahora tienen mejores oportunidades, sus hogares son más robustos, y enfrentarán una vejez más tranquila y con acceso a servicios de salud.
Más importantemente, estas cuatro familias son ahora el epicentro del desarrollo sustentable de Chacahua: saben de prácticas de manejo de residuos, no usan plástico, limpian sus playas, y aseguran la preservación de sus cuerpos de agua. Esto, por supuesto, lo aplican en su comunidad, y más importantemente, lo enseñan a otros.
Así, poco a poco, el turismo regenerativo en la zona no solo tiene un nulo impacto ambiental negativo: empodera a los locales para que se responsabilicen de las riquezas de las que son guardianes, mientras mejoran sus oportunidades sociales y ganan capacidad de ejercer sus derechos. Eso sí, es como ellos quieran, no como se los digamos.”
Si están interesados en participar en este viaje, habrá uno en noviembre. Toda la información la pueden encontrar aquí: https://nomadrepublic.org/products/ruta-chacahua Yo se los recomiendo de todo corazón.