Por: Laura Ochoa
Nos pasamos la vida esperando el momento perfecto para cumplir nuestros sueños. Nos pasamos anhelando lo que no tenemos o lo que no podemos hacer, mientras esperamos. Esperamos tener el tiempo, el dinero o la compañía, y sin darnos cuenta, se nos fue el tiempo.
Justo eso me pasó, me llené de compromisos, responsabilidades y pretextos, disfrazando mis miedos, y fue así como poco a poco me olvidé de mi sueño. Pero un día, de repente, ese anhelo regresó, no sé si fue algo que leí, que escuché o que vi, solo sé que algo despertó, era el momento de volver a mirar hacia donde quería ir.
Viajar siempre ha sido una de mis grandes pasiones, mi mamá me cuenta que de niña no dormía de la emoción cada vez que estábamos por hacer un viaje. Sigo haciendo lo mismo, aún después de muchos años, sea de placer o de trabajo, cada viaje me entusiasma demasiado.
Es por eso que me prometí conocer por lo menos un destino distinto cada año y es así como fui conociendo maravillosos lugares, de nuestro amado México, pero mis propias inseguridades y pretextos no me dejaban volar más lejos.
Pero una vez que me armé de valor y tomé la decisión, todo fluyó de forma natural, como cuando el universo te manda una señal. Todo se acomodó; los recursos, el tiempo y los amigos. Así que, como regalo de mi cumpleaños número 35, viajé por primera vez al continente europeo.
Elegí Ámsterdam como mi primer destino, más que nada por su ubicación, pero luego de estar ahí un día, fue un lugar que superó mis expectativas. Al llegar al aeropuerto he de confesar que por un momento me sentí aterrada, jamás había estado en un lugar tan lejos de casa, donde no entendía nada de lo que leía o escuchaba, pero de pronto ese sentimiento se convirtió en fascinación y agradecimiento; por fin estaba viviendo mi gran sueño.
De Ámsterdam me enamoró la diversidad de culturas que camina entres sus calles, la perfecta armonía entre el agua del río Amstel y la arquitectura del siglo XVII, con un toque de flores por todas partes que le brindan ese aire de romance, no por nada la llaman la Venecia del norte. Una ciudad donde sorprende la libertad, no por conocer de cerca lo prohibido, sino porque se ha librado de los prejuicios. Entre bicicletas, historia y arte, descubrir esta ciudad es fascinante.
Como segundo destino llegué a Berlín, una ciudad tan llena de historia, como de lugares enigmáticos, que tantas veces observé en fotografías y películas, pero que, al estar ahí, de pie, por primera vez, me dejaron una sensación, que de solo recordar me eriza la piel.
Sitios que fueron testigos mudos de la persecución y el odio, de los horrores que la humanidad ha dejado atrás y ahora debe recordar para no volverlos a permitir. Una ciudad que emergió de las llamas, para juntar en una sola mirada la historia con el futuro y el recuerdo con el porvenir, siendo ahora una gran potencia económica y un destino obligado al visitar Europa.
Mi tercer destino fue Praga, ¡qué ciudad tan hermosa! Caminar entre sus casas es como entrar en una vieja novela romántica, con sus majestuosos puentes que te reciben y te invitan a caminar entre sus calles empedradas, para en cada paso admirar monumentos, edificios y castillos, en los que el tiempo parece haberse detenido.
Me detengo y observo a una pareja jurarse amor sobre el río Moldava, a un niño comer un Trdelník y al resto caminar sobre el puente de Carlos, mientras escucho música de violines y el viento juega con mi cabello. Creo que por un instante para mí también se ha detenido el tiempo o tan solo quisiera quedarme para siempre en ese momento.
Pero el tiempo siguió y llegó el momento de llegar a mi destino principal; París, la ciudad que para muchos puede ser un cliché o un destino sobrevaluado, pero que para mí fue tocar mis sueños con los dedos, escuchar las melodías de mis noches de romance y caminar dentro de las fotografías, las pinturas y películas, que tantas veces observé con anhelo.
Y no me decepcionó, disfruté de París cada rincón. Caminar rodeada de arte, no solo en sus museos, sino en la arquitectura de sus calles, de sentir los ecos de la historia tan presentes en mi memoria, de los paseos a la orilla del río Senna y de la imponente y majestuosa Torre Eiffel, que te permite tener toda la ciudad a tus pies.
Celebré mi estancia en la ciudad recorriendo los campos Elíseos, tomando un café en Montmartre, prendiendo una vela y elevando una oración en NotreDame, sentada en los jardines de Luxemburgo y observando la ciudad desde el arco del triunfo, caminé sintiéndome princesa rodeada de bellezas y lujos en el palacio de Versalles.
Incluso creí enamorarme de aquel hombre que había conocido, mientras disfrutamos de un buen vino, sentados en el césped del campo Marte, esperando que llegara la noche, para observar y sentir la magia, de la torre Eiffel iluminada. Que maravilloso espectáculo, verla con sus luces bailar, con las melodías del Fête de la Musique, que sonaban sin parar. No me había enamorado, pero algo dentro de mí había cambiado.
Y tardé algunos días, después de finalizado mi viaje, en poder comprender que no era la misma que se fue. No podría explicar por qué, pero ahora me atrevo a soñar más grande y lograrlo. Unos meses después fui a Boston, por otro gran anhelo que les contaré luego.
¿Y tú vas a seguir esperando o ya decidiste cumplir tu sueño?