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Holbox, el lugar que me salvo de mi mismo

Muchas veces esperamos que algo mágico y sorprendente nos suceda en cada paso que damos; sin embargo, hay ocasiones en que cuando tropezamos, sentimos que hemos perdido la brújula y ni siquiera sabemos la razón ni las causas.

Por: César Chávez

Como cada experiencia que nos ofrece la vida, muchas veces esperamos que algo mágico y sorprendente nos suceda en cada paso que damos; sin embargo, hay ocasiones en que cuando tropezamos, sentimos que hemos perdido la brújula, todo cambia, sin previo aviso y ni siquiera sabemos la razón ni las causas. Nuestras emociones y sentimientos nos invaden momento a momento, segundo a segundo, noche y día ¿qué hacer en estos casos?

  

He aprendido que lo mejor que uno puede hacer en esos momentos es mirar hacia adentro, escarbar dentro uno mismo, reconocerte, encontrar tu esencia, esa que olvidamos que somos y que preferimos hacer a un lado.

Un viaje siempre ofrece la oportunidad para darte cuenta lo mucho que has ganado cuando aparentemente todo estaba perdido.

La realidad es que no sabía qué hacer ni a donde ir, había escuchado de un lugar, una isla alejada en la parte más extrema de la península de Yucatán, un lugar al que ni siquiera me había molestado en encontrar en el mapa. Así que sin más preámbulo y con la ayuda de una amiga me dirigí a ese lugar llamado Holbox.

El viaje es largo, tienes que llegar primero a Cancún y de ahí tomar un camión que se toma casi 3 horas de viaje, sin embargo, pese a lo complicado que aparenta ser, no lo sentí así.

Durante el viaje conocí a un señor de edad avanzada que hablaba bonito y me recordó a mi abuelo, quien años atrás había fallecido, tengo que admitir que el acento maya-yucateco es el más hermoso español que me ha tocado escuchar. Durante el trayecto, el señor me decía los nombres de los pueblos y lugares por los que pasaba el camión; el camino estaba lleno de vegetación y de una flor color amarillo que daba vida al lugar. Entre la plática y la vista, el viaje no se me hizo para nada pesado.

Finalmente llegué al puerto de Chiquilá, de ahí tenía que tomar un ferry y viajar a mi destino por media hora más. Cuando llegué no vi nada extraordinario de lo que una isla ordinaria aparentaba ofrecer, pero afortunadamente me equivoqué.

La isla me ofreció todo y su gente una nobleza que pensé no existía. Llegué a Holbox con el corazón destrozado y me fui completamente renovado. Pude disfrutar de sus playas blancas con su arena suave, pude ver peces tantas veces como quise, disfruté de su deliciosa comida, fruto de lo que el mar nos otorga, nadé todos los días en ese mar verde-azul-turquesa, caminé y recorrí sus playas y calles a punta de planta de pie, es decir, descalzo, porque toda mi estadía la disfruté sintiendo el suelo y fue una experiencia única. Y que puedo decir de su gente, la clase de seres humanos que ya no hay en el mundo. La palabra Paraíso le queda corto a Holbox, al recorrer la isla durante un paseo, una gran cantidad de delfines nos recibieron y nos saludaron. Un ojo de agua cuyo líquido es tan o más frío que el hielo mismo provocó que nadar en él se me hiciera difícil. ¡Y qué decir de las pequeñas islas alrededor!

Todos los días corrí por sus playas viendo al amanecer nacer, y no saben qué experiencia, en las tardes ver ocultarse al sol y regalarnos cada día un atardecer diferente, era contar con una experiencia y una historia totalmente nuevas.

No sabía donde comenzaba la noche ni donde terminaba el día.  Y si eso era poco, la isla me regaló lo que toda mi vida quise ver desde niño: la vía láctea, dibujada ahí todas las noches esperando a conocernos, a encontrarnos por primera vez.

Esa primera noche me enfrente a mí mismo y agradecí a la vida y al universo por lo sucedido porque para llegar ahí, tuve que pasar por una amarga circunstancia y sin embargo, jamás estuve tan agradecido en toda mi vida por ese regalo. Estuve en el momento, en la circunstancia y el lugar correcto.

Todo fue perfecto. Un viaje no te cambia la vida pero te ayuda a verla de una forma diferente, Holbox me recibió con los brazos abiertos, sin conocerme.

Cuando partí, un ser diferente y renovado se iba de lo que considero ya mi hogar. Para cuando el ferry se alejó de la isla no pude evitar derramar una lágrima y le prometí a ese mágico lugar con todo mi corazón que un día volvería, y que lo haría una y mil veces más.