No estoy acostumbrado a los viajes en grupo; llevo varios años viajando solo o con uno o dos amigos. Los viajes largos sacan lo mejor (y lo peor) de las personas, así que uno siempre debe estar preparado para las buenas -y malas- sorpresas. Lo mejor es siempre llevar expectativas pesimistas. Ya lo dijo Benedetti, “un optimista es solo un pesimista bien informado”.
Después de un par de días en Barcelona, volé a Fez con mi amigo Diego. Los boletos los compramos un mes antes en Air Arabia, una aerolínea completamente desconocida para mí, pero que ofrecía el mejor precio en el buscador de BestDay.
Día 1. Una serie de eventos desafortunados
Al aterrizar en Marruecos, por primera vez en mi vida, desempolvé un poco mi francés para dialogar con el tipo de inmigración, que al leer mi descripción de empleo “creador de contenido” parecía estar resolviendo los misterios del origen del universo. “Tomo fotos y escribo” le dije, y eso lo confundió aún más, interrogándome sobre los libros que había escrito -que son nulos. “Je suis un écrivain, mais chroniques sur mes voyages”. Su cara perpleja me frustró aún más.
Cuando por fin logramos pasar el control migratorio, nos enteramos que Victoria, la @nutritraveler, la organizadora del viaje, había perdido su vuelo desde Lisboa junto con otros miembros del grupo, y que llegarían hasta la siguiente mañana. Una maratónica travesía improvisada los esperaba, e incluiría un viaje en carretera de Lisboa hasta Algeciras al sur de España, un ferry hasta el puerto de Tánger en Marruecos, y después más carretera hasta la ciudad imperial de Fez.
Afortunadamente había otra parte del grupo en el aeropuerto y juntos abordamos la camioneta que nos llevaría al Hotel. Minutos después, una motocicleta se estrelló contra el costado de nuestra van, sin ningún daño aparente para el conductor ni para el vehículo. “Vaya, vaya, este viaje no ha tenido el mejor de los inicios” pensé, aunque siempre las efímeras tragedias le dan más color a la experiencia. La belleza más absoluta, recuerden siempre, está en los pequeños detalles.
Después de una media hora, llegamos a una muralla color arena con agujeros en sus paredes, incisiones erosionadas por los cañones del tiempo, donde anidaban cientos de aves; y en la calle polvorienta unos pequeños niños que jugaban fútbol, soñando con ganar el campeonato mundial, en el que Marruecos junto con Nigeria, Egipto, Senegal y Túnez representará al continente africano en Rusia 2018.
Fue así que llegamos a nuestro “Riad” (Riad Tafilalet), un modelo arquitectónico muy típico del mundo árabe, que consiste en grandes casas con patios y jardines interiores, algo así como las haciendas coloniales mexicanas. Nos recibieron con un té caliente y unos panes tostados con fuerte perfume de azahares. Nos acomodamos en las habitaciones y subimos a la terraza a esperar el atardecer.
Antes de la caída del sol, pudimos escuchar el llamado al rezo, que nunca deja de ser abrumador y penetrante. Se realiza cinco veces al día y la hora durante las estaciones puede variar, porque depende de la posición del sol que cambia durante el año solar. Las calles laberínticas de la Medina y las colosales mezquitas se cubrieron de color ámbar antes de que la oscuridad cayera totalmente sobre la ciudad de Fez, que después se iluminó completamente por luciérnagas artificiales.
Antes de dormir tomamos más té y fumamos shisha; el somnífero no pudo ser más perfecto, y colapsé en un sueño absoluto. Al día siguiente, comenzaría la verdadera travesía marroquí.
Día 2. Perdidos en la Medina
Los desaparecidos reaparecieron a la hora del desayuno -no podía creer que lo hubiesen logrado- y ya con el grupo completo caminamos rumbo a la gran Medina de Fez -una ciudadela amurallada que se dice, es la más grande del mundo. Básicamente es un mercado infinito con calles intrincadas como venas de un ente supremo y cientos de mercaderes de todo tipo. “Balak, Balak” se escucha un grito constante a tus espaldas -el equivalente del “golpe avisa” en la Central de Abastos en México- con los comerciantes que empujan sus carros o jalan sus burros llenos de productos.
Conocimos a los valientes curtidores de pieles de Chouwara -el olor que provenía de los pozos de pigmentos naturales era realmente nauseabundo, por lo que tuvimos que, literalmente, meternos ramilletes de menta en las “narices”. También visitamos a los hábiles tintoreros -quienes tiñen la ropa de segunda mano a un precio irrisorio- y a los maestros tejedores con sus telares artesanales casi mágicos que nos enseñaron a amarrarnos los turbantes, aunque ahora ya no recuerdo esa técnica sofisticada y mi “Tuareg” ha pasado a ser un simple souvenir abandonado en un cajón.
A las mezquitas no pudimos entrar, porque no somos musulmanes, y nos recomendaron no hacerlo; pero logramos ingresar a una preciosa escuela coránica -Madraza- y ver por fuera una de las primeras universidades del mundo: Al-Karaouine.
Comimos en un Riad secreto – la pequeña puerta parecía la entrada a un diminuto restaurante, y resultó ser un enorme palacio subterráneo en el alma de la Medina con un candelabro dorado espectacular. “En un episodio más de Gordos por el Mundo…”
Finalmente volvimos al hotel para una sesión relajante de Hamman y una rica cena de verduras.
El hammam es un servicio de estética corporal típico de Marruecos -evoca un poco las antiguas aguas termales romanas- y consiste en untar la piel con un jabón negro o “beldi” , hecho de aceite de oliva negra que tiene propiedades exfoliantes naturales; se deja actuar unos 20-30 minutos y después se realiza una exfoliación intensa con un guante-estropajo rasposo o kassa, que te quita la piel muerta y al final quedas terso como un durazno humano.
Día 3. La gran migración hacia el sur
Jornada de Road Trip. Visitamos el cementerio de Fez, y un mirador en la cima de la ciudad, entre las ruinas de varios arcos de piedra, donde tomamos muchas fotos. Abandonamos entonces la ciudad imperial en caravana y nuestra primera parada fue en Ifrane, la que llaman la “Suiza Marroquí” por su particular arquitectura, y porque aquí están las casas de fin de semana de los ricos del país. Tomamos un breve café y continuamos nuestro camino.
La siguiente parada fue en el Bosque de Azrou donde alimentamos algunos monos salvajes con cacahuates y plátanos (mi ración de maníes, me la comí yo mismo, honestamente jajaja porque tenía mucha hambre y no lo quería compartir).
Después de un par de horas, el hambre nos hizo detenernos en el movimentado poblado de Zaida, un lugar de paso famoso por su delicioso “tajine” de carne y pollo. El “tayín” (como se pronuncia) es un recipiente para cocinar fabricado en barro cocido, y compuesto por un plato hondo y una tapa de forma cónica, que realiza una cocción muy lenta y mantiene el calor dentro del recipiente. Una vez en paz con nuestros estómagos continuamos nuestro largo camino.
Nos fuimos parando en varios miradores naturales, como el punto más alto de una montaña, o una presa que aislaba artificialmente un enorme lago. Así proseguimos por las sinuosas curvas de la Garganta de Ziz hasta que llegamos a su Valle, un verde oasis rodeado de barrancos rocosos, con más de 60 km de palmeras en medio del desierto. Era bastante irreal ver esa tremenda mancha verde de vegetación partir en dos el páramo terreno.
Finalmente llegamos al lujoso Hotel Xaluca, y tras instalarnos en nuestras espaciosas suites, cenamos en el buffet y pasamos varias horas entretenidos en juegos de mesa y conviviendo con los numerosos gatitos vagabundos del lugar.
Día 4. Un verdadero Oasis para descansar.
Día libre y de descanso en el resort. La cama no me quiso soltar hasta las 9.30 am – estaba tan cómoda, tan cálida- pero lo que me despertó fue un agudo dolor de estómago. Es algo raro, yo no suelo enfermarme durante los viajes, mi estatuto como mexicano que come seguido en la calle me ha creado un sistema inmunológico evolucionado y una barriga resistente a cualquier anomalía alimentaria. Pero bueno al parecer el tajine fue una de mis criptonitas.
Salté el desayuno y tras tomarme una pastilla para el malestar, me fui a jugar tenis con unos amigos -y ya el hecho de decir “jugar” peca de altivez y arrogancia porque en realidad parecíamos cavernícolas cazando mariposas con sus garrotes de piedra. Todos pésimos y fuera de práctica, pero estuvo muy divertido.
La alberca gélida -inclusive más fría que mi cerveza marroquí “Casablanca”- fue la mejor manera de refrescarme, y después tuve que ir a mi habitación a trabajar un poco. Mi modo de vida consiste en viajar, disfrutar, tomar fotos, pero sobre todo dedicar varias horas al día para escribir y editar.
Por la tarde reservé un masaje tonificante, que resultó ser más relajante que otra cosa, porque me quedé dormido sobre la plancha. La masajista tuvo que despertarme dos veces: la primera para girarme, como una brocheta de cerdo a las brasas; y la segunda cuando me quedé en rictus mortis al finalizar el fantástico masaje. ¡Ayuda, estoy demasiado en paz!
Tomé un baño para quitarme los aceites y después corrí a las clases de fotografía con Bruno, @finsterphoto en preparación para lo que nos esperaría al día siguiente; quizá lo más emocionante de todo el viaje. Esto cada vez se ponía mejor, y además ¿saben qué? Ya no me dolía el estómago, maldito alivio.
Día 5. Los majestuosos dromedarios del Sahara.
Disfrutamos nuestro último buffet ilimitado y partimos rumbo a la ciudad mercantil de Rissani, a solo 22 km de Erfoud. Una gran puerta árabe, que recuerda las entradas gigantes a los pueblos medievales, nos dio la bienvenida, junto con nuestro colorido guía que hablaba perfecto español y usaba unas sandalias peludas que hacían ver sus pies como si del mismísimo Chewbacca se tratase.
Recorrimos unas callejuelas estrechas, agachándonos de vez en cuando para no golpear las cabezas, y de esos “túneles” aparecían grupos de mujeres, susurrando, que evitaban nuestras miradas con timidez hacia las cámaras, y niños que interrumpían sus juegos y su andar en bicicleta para pedirnos dinero: “Dírham, Dírham”.
Fue así que después de unos minutos, entre burros, cabras y muchísimas personas, arribamos a un inmenso mercado citadino donde vendían literalmente de todo. Visitamos un puesto de especias en polvo, con remedios mágicos y exclusivos ingredientes culinarios: pimienta negra, comino, cardamomo, nuez moscada, macis, canela, pimentón, jengibre, y decenas más.
Mis amigos observaban el espectáculo del comerciante, que a este punto, parecía un mago mostrando sus pociones, mientras yo, en una esquina bebía té sin cesar. El “mago” tomaba una hebra de azafrán, y con una gota de agua sobre una hoja de periódico, en lo que considero un impresionante acto alquímico, transformaba el color rojo natural del azafrán en amarillo. (Ahora entiendo ese color tan particular de la paella).
Más tarde, estuvimos un buen rato en una tienda ecléctica con joyería antigua, donde seguramente se podía encontrar una auténtica lámpara mágica por algunos cientos de “dirhams”. El secreto en Marruecos es nunca aceptar el primer precio y regatear siempre, la negociación los llevará al valor justo para ambos.
Abandonamos Rissani, y tras almorzar en una tienda beduina (Haima) con música en vivo, nos dirigimos al Kasbah Hôtel Tombouctou a dejar nuestras maletas y prepararnos para nuestra caravana camélida desde Merzouga hasta Erg Chebbi en el abismal desierto del Sahara.
Cuando nos asignaron nuestro dromedario (a diferencia del camello, solamente tienen una joroba), me acordé mucho de la película Ávatar en el que primero tienes que crear un lazo espiritual con la “bestia” y hasta ese entonces puedes montarla. Creo que ignorar esa ceremonia protocolaria, fue la causa de que el mío, “Dario el Dromedario” gruñera y refunfuñara cuando me trepé sobre su joroba (lo entendía perfectamente; tener a este pelón encima no debe de ser muy placentero).
Con todo y su furia y amargura, son animales verdaderamente majestuosos. Apoyados sobre sus nudosas rodillas, el movimiento que hacen para levantarse es dinosáuricamente majestuoso, y hasta cierto punto mecánico; todo tiembla hasta que alcanzan su posición de montura y se estabilizan de golpe. “Dario el dromedario no me falles -ni me muerdas- te amo”.
Y así comenzamos la travesía, uno detrás del otro. En la punta el líder bereber (los bereberes son un conjunto de etnias originarias del Norte de África) jalaba, a pie, una cuerda que iba amarrada a todos nosotros, formados en fila india. El dromedario de atrás, Ludovico, era mucho más amoroso que el mío, y de repente sentía su hocico peludo y húmedo acariciarme la pierna, como si se tratase de un beso camélido (o que quizá quería comerme).
A medio camino nos emboscó una amenazante tormenta de arena. Tuve miedo. Traía mi cámara con una funda especial, pero aún así, me la guardé debajo de la camiseta, y Dario empezó a tambalearse por los embates del viento y los proyectiles microscópicos. Salimos avantes -fue terroríficamente emocionante- y tras una hora aproximadamente de camino, llegamos a nuestras haimas justo al costado de una enorme duna. Inclusive comenzó a lloviznar un poco – ¡En el Desierto! – y es cuando empecé a entender que realmente soy un portador de mal tiempo a cualquier lugar que voy.
Allí cenamos, escuchamos música bereber, tomamos cerveza -sí, logramos llevar una hielera llena de “Casablancas”- y conversamos hasta las 4 de la madrugada bajo uno de los cielos estrellados más fascinantes e inspiradores que haya visto en mi vida; estaba tan despejado que podía ver innumerables estrellas, planetas y galaxias, y me arrepentí tanto de nunca haberle puesto mucha atención al legendario genio Carl Sagan, o a su heredero contemporáneo, el astrofísico Neil deGrasse Tyson (Cosmos), y así poder entender mucho más ese espectáculo celeste.
Me fui a la cama muy cansado, pero ilusionado. Recuerdo haber llorado un poco de felicidad antes de caer profundamente dormido. Lo haría solo por dos horas, porque dicen que contemplar un amanecer en el Desierto del Sahara, es inefable, y yo no me lo iba a perder.
Continuará…