Por: Irupé Collins
Viajar sola, en vuelos con varias escalas, me invita a observar siempre el flujo de los aeropuertos, las personas encofradas en unos cuerpos que hablan mucho de sí. Esos lugares generalmente están fríos, no se respetan los 24° de consumo responsable; pasa gente de pantalones cortos y abrigados antárticos, la confluencia global y el crisol de los climas.
Suelo caminar un poco y sentarme en distintos espacios: en las gates de los vuelos que van a lugares exóticos, los que van a Europa, los que vuelven de Miami. De los últimos paso rauda, luego de ver las turbas de adolescentes con orejitas de Mickey Mouse, zapatillas de estreno y esa risa fresca que se centra sobre sí. Cada tanto algún religioso de hábito camina ataviado de Edad Media, y se cruza con el de rasta que lleva la carpa consigo. Las familias de vacaciones, los niños que encuentran su distracción pateando una pelotita, los rubios nórdicos ataviados de montañistas y los tradicionales ejecutivos que viajan con ropa de trabajo, ajustados en sus trajecitos, su portafolios y una maleta con ruedas, en actitud de ir decidiendo y resolviendo problemas de las empresas que representan. Una nunca se imagina lo que hay detrás de esos seres a los que no verás otra vez en la vida, sus mundos familiares, sus triunfos o sus decepciones.
No sé por qué, cuando contemplo los aeropuertos, recuerdo a Richard Sennett en el ensayo “La corrosión del carácter”; lo refresco de súbito ante cada una de esas imágenes.