Por: Paulina Sierra (@potspotting)
Esta es la pregunta que me hice mil veces antes de irme, sabiendo que la respuesta venía acompañada de miedo, incertidumbre, pero con la certeza de que era algo que estaba dispuesta a sentir.
Mi primer destino en Asia fue Hong Kong y todo fue un shock y una emoción extraña que no puedo explicar. Todo mundo me había contado que en los hostales hacías amigos fácilmente pero por alguna razón yo elegí un “hotel cápsula” y al llegar me di cuenta de que no había sido la mejor idea porque todo era digital, en cantonés y no había ningún contacto humano – segundo shock total. Aquí comenzó toda la aventura conmigo misma, durante 4 días me dediqué a planchar la ciudad, y quienes siguieron mi viaje no me dejarán mentir, porque si por algo me caracterizo es por conocer todo lo que pueda de cada ciudad.
Mi siguiente destino fue Bali, específicamente Canggu, en donde estuve un mes – y me hubiera quedado toda la vida – trabajando en un estudio de yoga y en donde me sentí en casa desde que vi esta isla en el avión. Para los que no saben la historia, mis papás se fueron de luna de miel a Bali, así que literalmente desde que nací escuché de este increíble lugar el cual sigo sin poder creer que existe. Esta primera etapa del viaje me hizo conectarme conmigo en menos de 1 día y literalmente querer estar más tiempo despierta que durmiendo y agradecerle todos los días al universo por la oportunidad de estar ahí. Bali fue un lugar en donde cumplí muchos sueños empezando por vivir en la playa y tener la fortuna de ver el atardecer todos los días pero también en donde vencí otros miedos como el empezar desde cero en un lugar, hacer nuevos amigos, comer sola – el primer día me comí una pizza extra grande completa y estuve más que orgullosa de mí – hasta aprender a andar en moto y manejar del lado opuesto, pero lo más importante de todo fue que aprendí a estar presente y que no necesito más que un pareo para sentarme en la playa para ser feliz.
Les puedo decir que irme de este lugar me costó varias – muchas, muchísimas lágrimas – y un día completo de preguntarme por qué me estaba yendo de un lugar que me hacía tan feliz, qué tal si mejor me quedaba para toda la vida y toda clase de preguntas existenciales que se podrán imaginar hasta que finalmente regresé a mi propósito principal de continuar con mi sueño de recorrer el sudeste asiático.
La siguiente etapa comenzó en Singapur, en donde como de costumbre, peiné la ciudad al grado de caminar 18 kilómetros en un día y arrastrarme de regreso a mi hostal. Esta fue una de las varias llamadas de atención y aprendizajes más grandes de que no se puede ver ni hacer todo al mismo tiempo y que es mejor ir lento y disfrutar cada instante.
De ahí, me encargué de pasar por 4 países más en las siguientes dos semanas y de descubrir que no hay actividad que me guste más que ir a comer sola. Se convirtió en el momento “premio” y de mayor disfrute en el día e incluso me propuse no ver mi celular mientras comía para para disfrutar de verdad cada bocado. A partir de aquí decidí que iba a comerme a Asia – literalmente- y probé todo lo que se me puso enfrente. Descubrí que la comida es una de las formas más sinceras e increíbles de conocer una cultura porque al final es una expresión de amor y orgullo de las personas locales hacia sus familias o hacía la gente que los visita.
El siguiente mes lo pasé casi completo en Vietnam en donde pasé de los 38°C a los 5°C y por fin usé la ropa calientita que venía cargando desde México y que más de 3 veces pensé en dejarla. Vietnam fue un país lleno de aventuras y de todo tipo de transportes: camiones, trenes, ferries, motos, bicis, etc. También un lugar en el que se sorprendían mucho de que una mexicana estuviera viajando sola por allá y debo de confesar que era algo que me gustaba mucho. Gente de todas las nacionalidades sonreía cuando les contaba de dónde venía y nunca me cansé de presumir todo lo increíble que tenemos en México.
Durante el viaje, decidí nunca contar los días que llevaba, aunque claro que tenía cierto sentido del tiempo pero era como no querer ver el reloj para que el tiempo no se acabara. En un principio creí que nunca iba a querer volver a casa y que lo más difícil iba a ser el regreso pero todo cambió cuando aterricé en Myanmar. Lo mismo que en Bali, desde el aire, sabía que en este país iba a encontrar muchas respuestas, especialmente porque estaba por entrar a un retiro de meditación y silencio de 10 días llamado Vipassana.
Antes de esta etapa, me fui unos días a Bagan, uno de los lugares que más tenía ganas de conocer y ¡qué cosa, qué lugar y qué energía tan poderosa tiene esta ciudad! Empezando porque tiene más de 2000 pagodas y los mejores amaneceres que he visto en mi vida. El primer día que me desperté a ver uno, decidí que tenía que subirme a un globo aerostático por primera vez y así lo hice, y me sentí en una película desde el primer hasta el último día que estuve ahí.
Lloré 3 veces en un día de felicidad solo de ver cosas bonitas y de vibrar tan alto en este lugar, me llené de Thanaka la cara todos los días, que es el protector solar natural que usan en Myanmar, y no paré de sonreír hasta tocar la almohada.
Finalmente, llegó el día de entrar al retiro del que nunca tuve miedo ni ansiedad como otros participantes, siempre supe que era justo lo que tenía que hacer para concluir este viaje y que no sabía cuándo más iba a tener 10 días de mi vida para dedicarlos a una introspección total. Fue una de las experiencias más difíciles que he hecho en mi vida, pero sin duda de las que más he aprendido de mi misma y fue por eso que entendí que existen ciclos en la vida y que el mío por Asia estaba cerca de llegar a su fin pero estaba emocionada de volver con la nueva versión de mí, la que descubrió que la gratitud hace suficiente lo que tienes y eres, que debes darte chance de sentir todo lo bueno y malo también, que está bien sentirse triste, tener miedo, que el cuerpo no aguanta todo y que si no te escuchas a ti mismo, te vas a equivocar.
Asia me hizo ver que la vida es más sencilla de ese lado del mundo y que el reto está en traerse lo aprendido. Al final no fue el destino sino el viajar sola y el detener todo el ruido, para darme cuenta que las cosas sencillas de la vida son las más bonitas y que si tuviera que volver a hacerlo, lo haría mil veces más.