Por: Melina Noel Mansilla
Ushuaia fue el primer lugar que aprendí a localizar en el mapa, cuando tenía cuatro años. Yo solo sabía que mi padre viajaba hasta allá, lejos, muy lejos, por trabajo. Él fue uno de los tantos argentinos que migraron en los años 80 desde diferentes puntos del país hasta estas tierras inhóspitas desde la geografía, pero llena de oportunidades porque, como reza un dicho local, “el fin del mundo es el principio de todo”. Mis ideas sobre esta región eran resultado de recuerdos ajenos, relatos y fotografías de mi padre, con la nieve hasta las rodillas, pingüinos rondando el campamento y paisajes teñidos de la melancolía de quien extraña a la distancia. Sin embargo, también sabía que Tierra del Fuego albergaba algunos de los paisajes más hermosos de la Patagonia. Había llegado el momento de conocer en primera persona este sitio tantas veces imaginado.
Ushuaia, la ciudad del fin del mundo
Mi viaje a Tierra del Fuego, la provincia más austral de la Argentina, tuvo como centro de estadía la ciudad de Ushuaia. Al arribar, los perfiles de la ciudad me recordaron bastante a una maqueta escolar, donde los materiales se mezclan en combinaciones que no guardan similitud aparente, pero forman un conjunto compacto. Las construcciones parecen apiñarse unas a otras para soportar mejor los rigores del clima patagónico. Los frentes de chapas acanaladas en distintos tonos y las pendientes de los techos brillan con intensidad cuando el sol baña la ciudad. Las calles empinadas copian la morfología del terreno en forma de una bahía profunda, dado que Ushuaia se extiende en un litoral rodeado por el Canal de Beagle y la cordillera de los Andes, forrada de bosques en sus laderas bajas.
Ni bien llegué a la ciudad, decidí hacer una caminata por el puerto. Tal vez, como vivo en una provincia mediterránea, el ajetreo de la vida cotidiana junto al mar me llama poderosamente la atención. En esta zona, algunos carteles recuerdan a los visitantes cuán lejos está el fin del mundo del resto del planeta habitado. Es que los más de 17 mil kilómetros que separan Ushuaia y Alaska han sido testigos, a lo largo del tiempo, de la proeza de unos cuantos aventureros de unir los extremos del continente, viajando en bicicleta, moto e incluso a pie. Sin importar desde donde viajemos o el medio de transporte que hayamos elegido, lo cierto es que se vive con inmenso placer llegar a este pedacito de suelo, caído del mapa.
El viento frío me acompañó durante un buen rato en mis primeras caminatas. En estas latitudes, el clima es subpolar oceánico, con temperaturas que oscilan entre los -1ºC y los 13ºC durante todo el año, de modo que el verano es casi imperceptible. La nieve, por su parte, convierte los paisajes monocromáticos desde junio a octubre, aunque a menudo sorprende con nevadas pasajeras que llegan en cualquier momento, como visitas inesperadas.
Un recorrido a pie por el centro de la ciudad evidencia que Ushuaia es una ciudad muy turística, donde los hoteles se alternan con agencias de excursiones, casas de suvenires, restaurantes y confiterías. Dentro de la oferta gastronómica local, se destacan los platos de centolla, crustáceo marino que vive en las profundidades heladas del mar, de aspecto bastante tenebroso, pero de sabor delicioso.
Me fascinan los museos, no por los objetos que exhiben, sino por las historias que hay detrás, así que planifiqué mi estadía de modo que pudiera visitar los principales museos de la ciudad, como una cita con su historia.
Los museos de Ushuaia
El Museo Marítimo y del Presidio son probablemente los más visitados. El primero rememora la historia naval de estas tierras, que tuvo como puntapié inicial el descubrimiento en 1520 del Estrecho de Magallanes, que lleva el nombre del primer europeo que encontró la única vía de comunicación conocida hasta entonces entre los dos mayores océanos del planeta. Se le atribuye también al navegante portugués el nombre dado a estas islas como “Tierras de los Fuegos”, debido a que lo primero que avizoraban los navegantes al acercarse a las costas eran las columnas de humo que desprendían las llamas de fuego que los nativos utilizaban para calentar sus cuerpos y comunicarse entre tribus. Las aguas del Pacífico y el Atlántico, que se unen en este y otros puntos de la Patagonia Austral, contemplaron, pocas veces en calma y muchas en tempestad, a decenas de navegantes de diferentes orígenes (ingleses, holandeses, italianos, franceses, entre otros) que se animaron a surcar con intrepidez los confines del mundo. Las salas del Museo Marítimo me permitieron conocer un poco más estas historias de exploradores, científicos, militares, mercantes, traficantes y piratas. Probablemente una de las expediciones más exitosas haya sido la encabezada por el capitán Fitz Roy, acompañado por un joven Darwin que daba sus primeros pasos en el mundo de la Ciencia.
El Museo del Presidio, por su parte, me hizo pensar en lo diferente que fueron los orígenes de Ushuaia con respecto a otras ciudades argentinas. Aquí no hubo acta fundacional, ni se construyó un Cabildo ni una Catedral, como en los tiempos de la Colonia. Por el contrario, el gobierno nacional -que necesitaba afianzar su soberanía en estos territorios tan australes- decidió colonizarlo con penales, quienes se encargarían de construir su propia cárcel, así como otras obras públicas que facilitaran el poblamiento de la región. Con el tiempo el presidio se convirtió en un importante generador de empleo. Las salas del museo, que funcionan en las antiguas celdas, recrean la vida cotidiana de los presos, entre los que se hallaban asesinos seriales, políticos y anarquistas. El presidio funcionó aquí desde 1902 a 1947. El recorrido me resultó interesante, aunque percibí que el frío de las salas no eran solo una cuestión climática.
También visité el Museo del Fin del Mundo. La sala dedicada a los primeros habitantes de Tierra del Fuego -yámanas o yaganes y selk’man u onas- exhibe algunos de sus utensilios y fotografías que muestran rostros sombríos que presagiaban lo peor. Efectivamente, los nativos fueron diezmados por las enfermedades del hombre blanco y otros males que trajo la imposición de costumbres ajenas. Sin embargo, entre los blancos también hubo personajes admirables, como José Fagnano, sacerdote salesiano que los onas habían apodado como el “capitán bueno”, y Thomas Bridges, primer hombre blanco que se asentó en Tierra del Fuego. En su rol de misionero anglicano, protegió a los nativos y se encargó de estudiar su idioma. Fruto de su estudio, publicó un diccionario de 32 mil palabras en lengua yagán.
Los alrededores de Ushuaia
La diversidad geográfica que rodea a la ciudad implica muchas opciones atractivas para elegir. Decidí realizar la navegación por el Canal de Beagle, que rodea las Islas de Los Pájaros y de los Lobos, donde estas especies colman las superficies rocosas de las islas. El circuito permite desembarcar y hacer una breve caminata por la Isla Bridges. No obstante, el punto más anhelado del recorrido fue conocer el célebre Faro del Fin del Mundo. A decir verdad, el faro Les Eclaireurs (ese es su verdadero nombre) no fue aquel que inspiró la novela de Julio Verne. Sin embargo, la mística es la misma.
Otro día opté por hacer la caminata al glaciar Martial, situado a 7 km del centro de la ciudad. El bloque de hielo posee tres depresiones en forma de anfiteatro que se distinguen con mayor claridad a medida que se realiza el ascenso a la cumbre. Existen senderos delimitados con mediana y alta dificultad. Recomiendo recorrerlos con calma, para disfrutar a pleno del paisaje circundante sonorizado por los cursos de agua de deshielo que descienden cristalinos entre rocas y porciones de bosques de ensueño.
El Lago Escondido y el Lago Fagnano son excursiones clásicas que recorren escenarios con esa belleza tan característica de la Patagonia Austral. Una curiosidad son las castoreras que se divisan junto a los diques que los castores construyen eficientemente a partir de troncos que derriban para tal fin, dejando devastada grandes porciones de bosque autóctono. La Laguna Esmeralda y el Glaciar Vinciguerra son otros de los atractivos que ofrecen postales únicas.
El Parque Nacional Tierra del Fuego
El circuito más convencional del parque puede ser realizado a pie o en el famoso “Tren del Fin del Mundo”, en el cual los presos solían trasladar leña desde el monte Susana hacia la ciudad, hoy convertido en un atractivo turístico en sí mismo. Preferí recorrer a pie el lugar. Me sentí afortunada de haber concretado este viaje en otoño, porque los bosques de lengas y ñires colorean el paisaje en tintes rojos y dorados, intensos como el fuego. Tomé muchas fotografías, aunque mi favorita fue la del emblemático cartel en la Bahía Lapataia, que indica el fin de la Ruta Nacional 3. Recordé la foto de mi padre, en este mismo sitio. Mi deseo de replicarla me había llevado hasta allí. Una vez más el fin del mundo había sido el principio de todo.