Por: Diana Rodríguez
Iniciar en un pueblo de seis mil habitantes en la región de Champagne, en Francia, parecía una buena jugada del destino. Recorrer la Europa del Oeste a los 17 años agrandó mi curiosidad. Marruecos fue la primer vuelta de tuerca. En 2013 fue Buenos Aires, capital porteña con infinitos instantes que guardo y suspiro a destiempo. Ahí descubrí las letras, el rock en español, la dulzura de una mañana a solas, gastando los pies por las avenidas de la ciudad de la furia. Y vino Ámsterdam y sus museos, mi casa de California con sus playas y murales repletos de color. Turquía me trajo una resaca de risas y le adjudicó mi inmediata adicción al café. Oaxaca de mis amores, la isla mágica de Boca del Cielo en Chiapas, que hacían cosquillas en mis raíces mexicanas. Centroamérica, el Caribe, Bolivia y los ángeles disfrazados de viajeros que se cruzan en el camino. El fútbol y la arena de Rio de Janeiro. Los aeropuertos todos en más de 30 países. La música siempre estuvo y estará. Un playlist que titulé Eterna Forastera por el libro de Marcela Serrano que compré en una segunda en Santiago de Chile, una mañana de mayo, con temas de Drexler, Las Pastillas del Abuelo, Manuel Medrano, La Oreja de Van Gogh, Adrián Berra y Julieta Venegas. De Tijuana, sus tacos y sus majestuosos atardeceres frente al Pacífico. Madrid, un anhelado hogar a mediano plazo. Hoy por hoy, no hay mejor mañana que manejar por la escénica en Baja o cruzar el puente Coronado, con bocinas a full, el viento jugando con mi cabello, despertando los pulmones para cantar un tema en la estación de radio elegida al momento.
En 2014, recién graduada de la universidad, con tres interesantes ofertas de empleo, tomé una decisión… Viajar.
Después de un crucero por el Caribe como viaje de graduación con amigos de la generación, creí suficientes seis semanas para aventurarme, sola como en previas ocasiones, a recorrer el Sureste Mexicano y un poco de Centroamérica. En ocasiones no es necesario irse tan lejos de casa, es cierto que la felicidad puede estar a la vuelta de la esquina, cruzando el puente o a un par de horas en avión. Tomé entonces mi mochila, ropa cómoda y cinco mil pesos para sobrevivir.
Inicié en la tierra de mi padre, Oaxaca, identificando con gran orgullo mis raíces, continuando por Chiapas, Guatemala y de regreso.
Fue en la última semana del viaje, cuando llegué a Boca del Cielo, Chiapas, una isla a la que arribé después de múltiples traslados en camiones, colectivos, taxis e incluso lanchas.
El sitio se llamaba La Luna, elemento de importante significado en mi vida. Los dueños de estas cabañas, era una pareja italiana que, desde hacía una década, residían en Chiapas. Cien pesos la noche me daban acceso a una cabaña en donde sólo a partir de las cinco de la tarde había electricidad. No había 4G ni 3G, el agua caliente para ducharse no se conocía, habíamos en total unas ocho personas y el mar era precioso. Después de tantos días de viaje estaba decidida a una sola cosa: disfrutar el silencio.
Por la tarde pregunté a los dueños por opciones de comida, me ofrecieron como platillo del día una pasta con camarones, y de beber, una cerveza local.
—En una hora estará lista la cena querida, me dijo Anabela. Como cuando tras un largo día llegas a casa y mamá te dice “la cena está servida”, esa clase de privilegio que en ocasiones damos por sentado.
Me dirigí entonces al mar, como coleccionista de atardeceres no podía perderme el de Boca del Cielo. Una inmensa paz se respiraba, caminé hacia mi izquierda, mojando mis pies a la orilla del Océano Pacífico. Estaba enteramente Feliz.
Tenía una sonrisa tatuada en el rostro y mi mente no podía creer el majestuoso lugar en donde estaba. Sin celular y sin música a la mano, canté. Como modo aleatorio, mi cerebro hizo pausa en el tema “Deseo de cosas imposibles” de La Oreja de Van Gogh, proseguida de “Chau” de la banda uruguaya No Te Va Gustar. Canté sin pena, nadie podía escucharme, estaba tan lejos de todo y tan cerca de mis pensamientos. Me topé con un matrimonio que caminaban en sentido inverso al mío y no fue necesario el saludo, sólo nos sonreímos. En definitiva, la sonrisa es el lenguaje universal.
Noté que el cielo empezaba a oscurecerse y di vuelta para dirigirme a cenar. A los pocos pasos y sin razón en particular, rompí en llanto. Ese llanto que limpia hasta el fondo, ese que en ocasiones se guarda por años y que enferma tanto.
Estaba, por primera vez en mi vida, llorando de felicidad. Mi viaje al fin había cobrado sentido, por fin había podido estar a solas conmigo. Era una recién egresada de 21 años, con diez kilos encima, sin trabajo, ni pareja, ni planes a futuro. Sin embargo, me sentía plena.
Deseaba volver a casa y abrazar a mis padres y hermano, extrañaba mi cama y el agua caliente. Había dedicado los últimos quince años de mi vida a ser excelente estudiante, con el mejor promedio, la que cumplía con las tareas a la perfección y la que se ganaba los elogios de sus maestros por dedicación y excelencia. ¿Para qué? Me preguntaba.
A mis 25 años, he recorrido treinta países, de los cuales, una tercera parte ha sido en solitario, o como prefiero llamarle, viajando conmigo.
Tengo grandes amigos por todo el mundo a los que escribo al menos una vez al mes, por correo, por mensaje de Facebook e incluso por cartas y postales, esas son mis favoritas. No lo cuento con presunción, por contrario, me brinda perspectiva al saber que el mundo es enorme y que siempre hay un sitio por descubrir, sin olvidar aprovechar la oportunidad para disfrutar mi propia ciudad.
Siempre doy crédito de las recomendaciones de otras personas, comparto las propias y disfruto presentar personas entre sí. La idea es compartir lo que te hace feliz, ¿o qué sentido tendría?.
He dormido en hostales de un dólar, cabañas, hamacas, estaciones de tren y aeropuertos. Son tantas personas con sus muchas historias y lecciones guardadas en la mente y en el corazón. Camino despacio, contemplo, sonrío sin razón. Tengo multas en mi pasaporte y los sellos me recuerdan libertad. Imito acentos, escucho todo y pregunto el doble.
Incluso, he vaciado mi cuenta bancaria un par de ocasiones para viajar. Escribo esto en mis notas del celular, en un avión con destino a Bogotá.
Que nunca falte un buen libro, el platillo nacional, la charla fresca con el desconocido al que olvidaste preguntarle su nombre, las fotografías y una postal a tí mismo, porque hay emociones efímeras, que merecen ser escritas al momento, para llegar a casa de forma inoportuna y al mismo tiempo precisa, para entrar en el baúl de los recuerdos.
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